lunes, 20 de diciembre de 2021



MUJER BONITA  / SUMAQ WARMI


 Sumaq warmicha, ¿cuándo conoceré tus ojos?

 Mi mano te ofrece flores y aún no la ves.

Tu presencia me toca y no lo sabes.

Mi beso volador te sigue,

pero entretenida en tu mundo te alejas.


Hasta hoy he naufragado cerca a tus costas.

Mañana tomaré el mar otra vez 

y sostendré mi voz cortejante al empuje de las velas  

para darle a mi amor por ti un destino. 

Sumaq sipas, ¿cuándo me sonreirás?


La paciencia se levanta cada día con mi cuerpo.

Y me he vuelto constructor de frases bonitas.

No habrá camino o territorio desconocido, 

cuando por allí pasen tus cabellos rojos llamándome.

Urpichay, ¿me dejas volar contigo?


Una pausa por el prado, una sonrisa de escape,

un ¡hola! en almíbar me bastará,

para  avivar esperanzas de sol a luna y de luna a sol.

Mi amor planetario hará piruetas en el cielo de ambos. 

Muchachita hermosa, ¿podemos ser?



© FGM. All rights reserved, Dic. 2021.


viernes, 3 de diciembre de 2021

MI AMISTAD CON EL FÚTBOL


Hace años que no juego fútbol, tampoco veo por la tele el "fulbo" local; yo soy solo telespectador de finales y seguidor a distancia del único equipo que llena mi corazón: el Perú. Más que el fútbol profesional disfruto ver a los chiquillos y jóvenes fogueándose en una loza deportiva, en alguna pampa de los pueblos jóvenes o en el gramado de un club provincial; viéndolos me siento uno de ellos y tengo ganas de entrar al campo para hacer lo mío.  

No sé a qué edad comenzó mi amistad con la pelota, supongo que fue en la escuela rural de mi pueblo Gochachilca (Huacrachuco, Marañón, Huánuco), a los cinco o seis años, en el pregrado que se llamaba transición. Tardé en hacerme notar en primaria y secundaria del colegio Mariano Melgar, porque era enjuto y tímido; pero un día llegó mi momento, gracias a que jugaba en veredas, pistas sin tráfico y en la "canchita de la casita blanca"--hoy complejo deportivo-- de Mateo Salado, Cercado de Lima, que aprovechábamos los peloteros adolescentes cuando estaba desocupada, porque no teníamos para pagar el derecho de uso. 


     ¡AL MARÍN LO QUE ES DEL MARÍN!


     Allà por 1988, en una práctica de fútbol en el viejo estadio de San Marcos, mi vehemente amigo Marín Tello corría tras la pelota con una velocidad de locomotora, aunque muchas veces la pateaba a cualquier parte. Le hice un sombrero monumental en el área chica, pero él a los dos segundos estaba encima de mí otra vez, tratando de patear el balón. Era obvio, lo suyo no era el fútbol, pero tenía un físico envidiable, era un atleta completo. Gracias Marín Tello por ser como eres: perseverante, alegre y de reflexiones (a veces no bien entendidas) profundas.


     ¡¡Y AL FLORENCIO, FLORES!!  

     A fines de los 80, San Marcos era un hervidero de voluntades diversas, como el Perú mismo; y como nuestro país, los jóvenes que estudiábamos ahí, también vivíamos entre el oscurantismo insano y violento de SL y el MRTA, y el proceder ciego y represivo del estado aprista. Pese a ello, en la facultad de letras, la gente de comunicación social era la más alegre, deportista y también bohemia. 

Florencio Goicochea era conocido en un principio como «Picardía Florencio», porque la rigidez y seriedad de su cuerpo y rostro delgados, que mantenía durante las clases y las conversaciones en el patio de letras, apenas era rota por una carcajada corta y violenta al momento de festejar una ocurrencia; o desaparecía toda, especialmente cuando Florencio corría tras la pelota, en la improvisada canchita de cemento, dejado por algún predecesor a un lado de las ruinas del Estadio de San Marcos. 

     «Picardía Florencio» era un capo con la pelota; como si jugara con las manos, la llevaba por aquí y por allá, la desaparecía ahí y la aparecía acá, te la sombreaba o te la huacheaba, te la ofrecía o te la quitaba; corría la cancha con una tranquilidad de soberano inca imponiendo su destreza con una gran mueca alegre en sus labios remarcados por un bigotito a lo cantinflas. Casi siempre, coronaba sus incursiones con buenos goles y los festejaba con su media sonrisa pícara. Así como era bueno en la cancha, era mejor en la literatura. Escribía muy bien y admiraba, tanto como yo, a Arguedas, Alegría, Vargas, entre otros más. ¿Qué serán de los escritos de Florencio, Flauers, como lo conocemos ahora? Espero que sigan siendo parte de tus proyectos, viejo amigo.

jueves, 2 de diciembre de 2021


 

POETA PINTOR


Maestro pintor.

 Cíclico viajero.

Padre de genuinas creaciones.

Tú que hablas a trazos de matices

y compones versos a colores,

¿podrías revelarte en lenguaje humano?


Quiero saber de tu libre albedrío.

De tus gritos de independencia en los cuadros.

De tus manos en campaña por la perfección.

De tu pensamiento en lienzo blanco.

¿Sabes que a veces no entiendo tu pintura?


Cuéntame de esos mundos capturados 

en el vaivén de los pinceles.

Háblame del espíritu de tus obras,

del dibujo que tomó cuerpo en silencio, 

del génesis del matiz, de la forma y del fondo.

de las caras invisibles del paisaje, 

de la fantasía que rodea al tamaño de un gesto.

¡Ah!, y del desnudo artístico de las cosas.


Atemperado pintor.

Dime: ¿En el espejo ves contigo a alguien más? 

Hay genios en la orilla de tu oceánico estilo.

¿Quién no quisiera sentirse discípulo de Miguel Ángel

o ser guiado por  los cicerones de Magritte?

¡Qué privilegio recibir a Rembrandt con su equipaje barroco!

¡Mudarse con Picasso al abstracto!

¡Reflexionar con los vecinos arlequines de Humareda!


Decenas de viajantes pasan por la mente de uno solo:

El misionero Van Gogh, tardío descubridor de la luz.

Renoir, forjador de la suprema belleza.

Dalí, tan perturbador como los relojes blandos.

Diego Rivera, robusto pintor social.

Vladimir Kush, creador de metáforas surrealistas.

Un largo etcétera de nombres en claroscuro. 


Pintor poeta.

Es tu taller un simulador de vuelos fantásticos.

Me ha tocado la corriente de tus palabras.

Es tu pintura una poesía en cadencia cromática.

que se proyecta al dorado horizonte pictórico.

Las metáforas brillan en tu universo creativo. 

Y viaja tu sensible mensaje sobre el lienzo. 

¡Vive tu obra de colores!



© FGM. All rights reserved, 2021



miércoles, 17 de noviembre de 2021

Raíces de Gochachilca - Huacrachuco



LAZOS FAMILIARES POR LÍNEA MATERNA * 

Mi abuela Balvina López Herrera fue hija de Juana Herrera Ocaña, natural de Tranca (Huacrachuco, Marañón, Huánuco), y de Concepción López, oriundo de otro pueblo huacrachuquino llamado Gochachilca. Vivió con mi abuelo Serapio Malqui Ponte --hijo de Manuela Ponte y Sacramento Malqui Pajuelo, el patriarca de los Malqui que procedía de Shumpillán (un caserío del distrito de Parobamba, provincia Pomabamba, Ancash), quienes vivieron en una casa situada al canto de un maizal, con estupenda vista a Huacrachuco; con el correr del tiempo, a finales de los años 60, delante de aquella casa se construyó la escuela primaria de Gochachilca y el maizal se convirtió en campo deportivo--. Tuvo tres hijas: Isidora, Gudelia y Primitiva Malqui López; al enviudar tuvo una cuarta hija: Reina Daza López, fruto de una corta relación con Julio Darío Daza Mosquera. 

Hermanos de mi abuela Balvina fueron Margarito y Marcelino López Herrera. 

Don Margarito vivió en Gochachilca con Valentina Pantoja Alvarado, siendo sus hijos: Hortensia (madre de la cantante Faustina Caldas López), Valoes, Casimiro (padre de Ricardo, Crisóstomo, Flora, Jhen, Gladis, Irma y Segundo López Malqui), Juana, Aquilina (madre de Zenovia, Florentino, Severo, Casimiro, Elizabeth y Virginia Campos López) y Elisa López Pantoja. Al enviudar, don Maragarito estuvo temporalmente con Fernanda Jiménez, una señora de avanzada edad. Después se unió a su tecera mujer: doña Francisca Paula Casiano Carrión, con quien tuvo cuatro hijos: Absalón, Rufino, Macedonio y Lucía López Casiano. 

Don Marcelino vivió con Leonisa Caldas Príncipe (hija de Lorenzo Caldas Rodríguez, oriundo de Chinchil y uno de los troncos patriarcales de las familias que viven hoy en Shagapay), siendo sus hijos: Neumisia ( Neuma), Nicolás, Antonia, Lorenza y Clemente López Caldas. Hasta la actualidad sus descendientes conservan algunas de las tierras que fueron de su propiedad tanto en Gochachilca como en Shagapay. 

Por la línea de los apellidos Herrera y López tengo familiares en los pueblos de Tranca, Gochachilca, Shagapay y en la ciudad de Huacrachuco. Mi bisabuela Juana, nacida en Tranca a finales del siglo XIX, fue hermana de Valentín Herrera Ocaña, uno de los dueños de Tranca; era prima hermana del potentado Clímaco Herrera (padre de Carlos y Tomasa Herrera Pedrozo), prima de Dionisio Herrera y prima también de los hermanos Segundino y Santos Reyes Herrera, importantes propietarios y patriarcas de Tranca. Asimismo, era tía de Félix Ocaña, quien vivía a la banda de Shagapay, frente a Villa Hermosa (residencia de la familia Villaorduña) , en el lugar que llamaban Isla, porque quedaba aislado en época de invierno cuando caía huaico por el río Saltana. Y mi bisabuelo Concepción fue hermano de Salomé López, quien vivió en Shagapay con Patrocina Mendoza, siendo sus hijos: Antonino, Domingo (Chumi), Pablo, Fermina y Anastacia López. 

Por la línea de los apellidos Malqui y Ponte tengo igualmente familiares en Tranca, Asay, Cajapatay, Gochachilca, Shagapay, Huacrachuco y Yamos. Hijos de mis bisabuelos Sacramento Malqui Pajuelo y Manuela Ponte fueron mi abuelo Serapio, Patrocina y Carlos Malqui Ponte. Primas del bisabuelo Sacramento fueron las hermanas Narcisa y Juana Pajuelo, también doña Celia Núñez Pajuelo, esposa de don Segundino Reyes Herrera y mamá de Eustaquio «Shipi» Reyes. 

Don Serapio Malqui Ponte se comprometió con Balvina López Herrera y construyó su vivienda y un huerto en Gochachilca, donde crecieron sus hijas Isidora, Gudelia (mi madre, residente en Lima) y Primitiva Malqui López (fundadora de Mamahuaje), y también doña Reina Daza López (afincada en Trujillo), la cuarta hija de una relación posterior de la abuela Balvina; en esa casa familiar vivió toda su vida mi tía Isidora, quien tuvo dos hijas: Hilaria Domínguez Malqui y Rosalina Villanueva Malqui. Doña Patrocina Malqui Ponte se juntó con Manuel Sifuentes, naciendo de esa relación sus hijos Ignacia, Leonida y Berna Sifuentes Malqui; vivieron en la casa del abuelo Sacramento, detrás de lo que ahora es la escuela primaria de Gochachilca, ya con el transcurrir del tiempo el solar lo heredó Ignacia Sifuentes, cuyo esposo Andrés Payajo Quino construyó una nueva vivienda allí mismo. Y don Carlos Malqui Ponte vivió con Justina Alvarado Miguel (hija de Agustina Miguel Herrera, quien fue la segunda esposa de don Santos Reyes Herrera) , siendo sus hijos: Martín, Marcelina, Petronila, Joaquín (Nicasio) y Zenaida Malqui Alvarado, verdaderos pilares familiares que desde el centro de Gochachilca forjaron la unión para las fiestas, las faenas y los trabajos comunitarios en el último tercio del siglo XX. 

Al quedarse viuda, mi bisabuela Manuela Ponte tuvo amoríos secretos con un militar de apellido Casiano, naciendo de esa cortísima relación José Casiano Ponte, quien tuvo tres compromisos: La primera, doña Ciriaca Carriòn Miguel, cuyos hijos fueron Santos (padre de Teodoro, Apolonia, Victoria y Rufino Casiano Payajo) y Paula Casiano Carriòn, tercera esposa de mi tío abuelo Margarito López Herrera. La segunda, doña Feliciana Hidalgo, cuya hija Santora Casiano Hidalgo se comprometiò con Obencio Vilca Miguel, naciendo de esta relaciòn Leandro, Serafina, Cayo y Gregorio Vilca Casiano («Llico» o «shogo»). Y la tercera fue doña Catalina Caldas Prìncipe (hija del patriarca Virginio Caldas Rodríguez, oriundo de Chinchil), con quien se fue a vivir a Shagapay (San Cristóbal), donde nacieron sus hijos Filomena, Julio, David, Arsenio (Ernesto) y Julia Casiano Caldas; entre ellos, doña Filomena se unió con Marcelino Rupay Pantoja, siendo sus hijos Rosalbina, Pilar, Abraham y Moisés Rupay Casiano. 


(*) Raíces de Gochachilca, reconstrucción del árbol genealógico.


En la fotografía del archivo familiar: Mi abuela Balvina López Herrera con su hija Primitiva Malqui López.

lunes, 1 de noviembre de 2021

POEMA « M »












VUELVO  A  TI   


Vuelvo a ti 

querida madre tierra.

Vengo con el pensamiento acalorado, 

buscando la temperatura de tu amor blanco.

Vigorizado con mis cazas de puma trotamundos.


Vuelvo a ti

Marañón de sierra y montaña,

a recargarme de tu energía de arco iris.

Vengo a salpicarme de tus cabelleras de agua

en Huanchay, Antaquero, Oso y Yanajanca.

A serpentear como río y carretera en La Morada.

A internarme en el bosque de Shallaway

y verme navegante en el espejo de  Asiaj. 

A comer de los árboles ocultos de Ninabamba.

A  extender mis sentidos en tus verdes mantos

y a ponerme en paz con los seres pétreos:

Urwa Rumi, Kunkash, Condorgaga, Pishtak. 


Vuelvo a ti

mamá grande sin edad, 

cual guerrero Wakrachuco en sosiego,

cual Cholón sin aros blancos en la cara.

Vengo a pulular por tus caminos de herradura.

A encontrarme con las esbeltas azucenas, 

con los molles de lágrimas de granizo 

 y los alisos que congenian en las quebradas. 


Vuelvo a ti 

primerísima madre 

a recibir el aliento de  toda vida que florece

y estar como todo lo tuyo en perenne primavera.

Vengo a  sentirme rama tierna de las yerbasantas.

A fusionarme en abrazos con los viejos eucaliptos

y  reconocerme en la risa de los retoños caminantes,

tempranos lectores de mensajes rupestres.


Vuelvo a ti 

valle, puna, campiña, laguna, montaña madre, 

a sumarme al quehacer originario.

Vengo a ti, porque soy célula de tu cuerpo,

piedra que se baña como cualquier piedra en tu río, 

arcilla, cobre y carbón de tu cerro,

el espíritu de un adoquín de Acotambo. 

Soy el compañero del arado,

la mano que sabe fabricar el pan artesano,

la voz que aprendió a ser libre en un aula rural. 


Vuelvo a ti, 

gran madre, a tu reino de chacras y rebaños,

de culto a los apus y a  la lluvia, 

del soplo de vida en esquilas, siembras y cosechas.

Vengo para ser feliz, como planta silvestre, 

al costado de mis hermanas flores,

 cercano a las figuras blancas del cielo azul.

Mañana te contaré más, 

apenas he llegado. 



© FGM, All rights reserved, Nov. 2021







sábado, 11 de septiembre de 2021

 LA CASA GRANDE, EL TRAPICHE 

Y EL PRIMER BESO [*]  
















A comienzos de agosto, el ingeniero Galarzé  trajo nuevamente a su hijo al temple marañonense. Siempre lo hacía viajar con él aprovechando las vacaciones del colegio, para que disfrutara de la naturaleza, las bondades del campo y también aprendiera el valor del trabajo y el esfuerzo de la gente. 

Llegaron a Mamahuaje sucios, cansados y hambrientos, casi a las once de la noche. La camioneta pick up estaba totalmente empolvada por el largo viaje desde Tayabamba. Doña Primi les dio la bienvenida como si fueran de su  familia y entre  amenos comentarios se dirigieron a la cocina; los viajeros  se sentaron a la mesa  y su hambre se estiró hasta las ollas cuando empezaron a sentir los olores de la cena. 

La magia del sueño eliminó el cansancio. Apenas amaneció, el supervisor de obras se calzó el casco blanco y abordó su camioneta, procediendo  a inspeccionar el tramo carretero Mamahuaje-Chúcaromonte; al regresar conversó con el capataz de la cuadrilla,  informándose de la situación de la vía hacia Huacrachuco y del avance de las labores de mantenimiento. Enseguida llamó al tractorista conocido como «Torito» y le indicó que por la zona de la Cruz de Pati había que ensanchar la carretera, pues la angostura constituía un factor de riesgo para el paso de los camiones; todos se dirigieron allá. El ingeniero Galarzé desayunó al vuelo y salió.

Christian desayunó con calma  y luego pasó como una hora curioseando con Juaneco, de un lado para otro . Mamahuaje estaba distinto, había bastante movimiento de gente y de carros que pasaban hacia Huacrachuco. Se acercaba la fiesta patronal de Santa Rosa, sí, pero además algo nuevo y transformador se estaba gestando allí.

-- ¿Y el horno? ¿Qué pasó con el horno? ¡Solo hay la mitad!-- manifestó con extrañeza Christian.

-- El río se lo llevó. Una noche se creció y de una sola pasada  se llevó la mitad del horno-- dijo Juaneco. 

-- ¿Cuándo?

-- Eso sido en febrero, después que te fuiste. Casi se lleva mi casa. El agua llegó hasta la carretera. Asustados corrimos, toditos  amanecimos por arriba-- respondió el niño del temple, recordando el terrible desborde del Huacrachuco a consecuencia de las intensas lluvias de invierno.

-- ¡Oh! Menos mal que corrieron. 

-- Sí. Da miedo el río cuando crece. Por eso mi mamá está haciendo levantar otra casa, para tener a donde irnos si el río nos quita la de acá.

-- Otra casa, Juaneco, ¿dónde?

--  Arriba en la pampa, por el campo donde juegan pelota los carreteros. Allí tan trabajando los albañiles.

Un rato estuvieron entretenidos con el  carpintero  Zenón, quien trabajaba a la sombra de las plantas de laurel, al costado de unos largos palos de eucalipto traídos recientemente de Nueva Esperanza.  En ese momento,  estaba  labrando  con azuela un tronco de molle; los niños querían saber qué estaba fabricando, a lo que el prieto hombre de Huagana les contestó con voz suave: «Estoy haciendo un dintel para  la casa nueva, esa madera que va encima de la puerta; ya entregué varios ayer y tengo que hacer más,  son ocho puertas y ventanas». 

-- Señor, estos redondos con hueco,  ¿qué son?-- indagó el costeñito, levantando levemente la visera de su gorra blanca.

-- Esos son rodillos para moler caña, me falta hacerle los surcos nada más y estarán listos. En esos huecos se colocan unas palancas para hacer girar el rodillo. Doña Primi quiere hacer guarapo y chancaca, para eso ha pedido que le construya un trapiche-- contestó el veterano carpintero, que era tío de los ausentes Casimiro y Anita.

-- ¿Qué es guarapo?.

-- Es jugo de caña. Los grandes lo tomamos maduro para nuestro valor, es como la chicha, emborracha. Ustedes pueden tomar también, pero el jugo fresco, cuando recién se muele la caña.

-- Lo tomaremos, sí o no Juaneco.

Juaneco movió la cabeza afirmativamente. En eso, llamó su atención el ruido de carros por la bajada de Huancaspata y se puso a mirar las curvas de la carretera hasta verlos aparecer; se trataba de los camiones  conocidos como «Los Chivos», dos enormes  Volvo de propiedad de un comerciante patacino de apellido Lozano, que traían toda clase de mercaderías para Huacrachuco. Y se fue corriendo a darle aviso a su mamá.

Christian se quedó junto a don Zenón, viéndolo trabajar y haciéndole preguntas acerca del trapiche y la molienda de caña. El viejo le contestaba con gusto y paciencia, aunque cada respuesta suya motivaba una nueva pregunta del pequeño.

-- Hijo, ven, vamos al campamento de Chibche-- lo llamó su padre desde la camioneta pick up que rugía en la carretera.

-- Está bien-- contestó--. Hasta luego señor-- dijo, despidiéndose del carpintero.

Padre e hijo se dirigieron al río Marañón en la Toyota. Momentos después llegaron por el puente un viejo camión trayendo a los primeros «shillicos» (comerciantes de Celendín, Cajamarca) del mes festivo, dos camionetas desconocidas y «Los Chivos», que no demoraron ni diez minutos en la parada obligada y siguieron carretera arriba, como en caravana,  hacia la ciudad capital de Marañón.  

Nueve y media de la mañana. En la punta carretera, Chibche, el ingeniero Galarzé se entrevistó con don Justino, el solitario guardián. Inventariaron las herramientas, materiales, combustible, cascos, repuestos, la carabina de retrocarga y demás existencias en los tambos; Christian, que estaba familiarizado con ese tipo de conteo, registraba mentalmente todo, pero guardaba respetuoso silencio para que los adultos en su rol de trabajadores responsables  se entendieran con los papeles y los números. 

Acabando el inventario, el guardián y el hombre del Ministerio de Transportes recorrieron el lugar siguiendo un camino marcado sobre la hierba seca;  iban conversando de la falta de presupuesto, de las carencias y dificultades en el campamento y, claro, de la enorme importancia de que se continúe la construcción de la carretera hasta Sihuas. 

El pequeño Christian apreciaba el paisaje panorámico yunga cubierto de cactus, calalines, achupallas, patis, etc. En algún momento se distrajo con las lagartijas colilargas que parecían escapar de la presencia humana entre la maleza y las piedras. Pero era el río el que realmente lo apartaba de los grandes: contemplaba  sus olas que avanzaban como pesados mantos de agua, le asombraba que fuese  tan ancho y veía tan lejana la orilla de enfrente que, supuso,  nadie sería capaz de cruzarlo  a nado. 

Dicha idea varió repentinamente cuando notó la presencia de una huerta en la otra banda; al instante en su pensamiento aparecieron deliciosas naranjas y mangos, con lo cual  le nació hacerle la pregunta clave al maduro guardián: 

-- Señor Justino, ¿alguien puede cruzar el río?.

-- ¡Sí!. Hay uno. Salvador Llapo, el hijo de doña Efrusinia, él puede. 

-- ¿Lo ha visto?.

-- ¡Sí, acá mismo!. Se tiró de allacito y llegó a la banda más o menos a la altura de esa huerta. ¡Y regresó trayendo frutas!. Nada muy bien ese muchacho.

Esa respuesta dejó fascinado al niño de la gorrita blanca, quien se quedó mirando el frutal con un rictus de alegría. Imaginaba a un nadador braceando y haciendo llegar al campamento las frutas de la banda.
 
-- ¿Papá, podemos bajar al río?... Hace mucho calor.

-- Bajaremos, hijo. Con mucho cuidado, porque este río es peligroso, el agua jala y es muy hondo-- le previno el  padre--. Justino, vamos al río, qué tal si aprovechas para anzuelear-- dijo luego, animando al guardián.

-- Claro, inge. ¡Voy por la caña!

En el caminito de bajada sugerido por el cuidador de Chibche, Christian recogió del suelo dos coloridos caparazones de caracol y no había terminado de admirarlos, cuando descubrió maravillado unos caracoles auténticos adheridos al tronco y los brazos de un pati. 

-- Son lindos, hijo, eh-- le dijo su padre, admirándolos también.

Llegaron a un sector seguro de la orilla, flanqueado por  dos inclinados arbolitos de pati y al amparo de  grandes piedras, que eran como la última barrera donde llegaban ya sin fuerza las olas del Marañón. Armando Galarzé se quitó aprisa el casco y los botines punta de acero,  don Justino puso una lombriz en el anzuelo y Christian les ganó a los dos en estar listo. 

-- Vamos, hijo, despacio, estoy a tu lado. ¡Al agua!

El niño estaba emocionado porque era la primera vez que tocaba las aguas del majestuoso río. Conocía muchos ríos, pero ninguno como el gran Marañón; siempre lo había visto desde lejos nomás.

La brisa los hizo olvidarse del quemante suelo de Chibche, a esa hora de brillo solar en plenitud. Los tres, con el pantalón remangado hasta las rodillas, se remojaron presurosamente la cabeza y los brazos.

-- Bueno, ¡ahora a pescar!-- expresó muy resuelto don Justino.

Caña en mano, el guardián dio unos pasos río adentro y se trepó a un piedrón, tomando estratégica  ubicación para pescar. El ingeniero y su retoño se sentaron en una piedra cercana, más o menos plana, quedando sus pies sumergidos en el agua verdosa;  sonreían entre ellos haciendo breves comentarios en voz baja, sintiendo el pesado oleaje y sobre todo viendo en acción de pesca  a don Justino. 

-- Mira papá, ¡pescó!

-- Ajá... ¡Qué bien Justino!.¡La suerte está contigo!

-- ¡Es un pez grande!

El guardián les mostró desde su sitio, a manera de trofeo, un pescado de por lo menos medio metro, de cabeza ancha y bigotes largos: ¡un gran bagre!. Luego volvió a tirar el anzuelo con nueva carnada y al rato picó otro de similar tamaño. En sólo veinte  minutos pescó dos bagres grandes; sin duda, el río era su amigo y tenía la suerte del pescador.  

-- ¡Llévese uno inge, para un caldazo!. Un bagre es suficiente para mí, que pues paro solo acá.

-- Gracias Justino. La próxima vez pescamos los dos y hacemos un rico cebiche como de la costa; para eso voy a venir trayendo  papas, cebolla, limones y te acompaño todo un día, qué tal.

-- En serio... Así quedamos, inge.

Christian fue testigo del pacto de caballeros, apartando apenas la vista de los bagres tendidos sobre una piedra. Ante sus ojos de niño, los ejemplares pescados eran raros y enormes;  jamás imaginó que existieran en el río peces así: feítos, con bigotes, cabezones y grandotes. 

Terminada la visita, el ingeniero Galarzé y su hijo retornaron a Mamahuaje. Dejaban alegre y tranquilo, aunque solo, al hombre fuerte de Chibche. 

Don Justino estaba acostumbrado a la soledad, al clima, al río, a las culebras, a todos los esfuerzos y riesgos que  implicaba ese trabajo de guardián residente. De vez en cuando se daba una escapadita a Mamahuaje y regresaba en corto tiempo. Cada tres sábados venía de Piso su esposa trayéndole víveres y se quedaba con él un par de días; en las vacaciones escolares, bajaban  también a verlo sus dos menores hijas, pero no se acostumbraban en el campamento, razón por la cual  la madre las traía a Mamahuaje y las dejaba con su tía Primitiva, recomendándoles que la ayuden en los quehaceres hasta que regrese de Chibche para llevarlas a casa. 

-- Doña Primi, ¡aquí le traigo un bagre, cortesía de Justino!

-- Gracias don Armando. Almorzaremos pue o ¿ya se va?

Christian dejó a su padre conversando con la patrona del temple y se juntó con Juaneco, quien tenía un vaso en la mano y esperaba a que saliera de la cocina Eulogia con la jarra de limonada para los albañiles. El infante Óliver estaba aparte, jugando cerca de don Zenón.

-- Estamos llevando refresco para los tapialeros. ¿Escuchas esos golpes?. Son golpes con mazo. Vamos, para que veas-- lo invitó Juaneco.

Los albañiles se mostraron alegres, sobre todo con la presencia de Eulogia, porque  era bonita y amable; doña Primitiva la enviaba con Juaneco para que no se demorara. 

Christian conoció a don Salomé Príncipe, jefe constructor,  y a sus dos ayudantes. A diferencia de Eulogia y Juaneco que veían todo con naturalidad, él quedó impresionado con lo que tenía ante sus ojos; estaba viendo el origen mismo de una casa andina: cómo se preparaba la tierra y cómo se armaba el cajón o molde de madera sobre el muro avanzado; descubrió que los huecos que quedaban en la pared fresca se debían al uso de dos palos cortos sobre los cuales se asentaban dos tablones, que a la vez determinaban el tamaño del cajón y el ancho de la tapia. 

La buenamoza de piel canela se regresó pronto, pero los niños se quedaron un rato viendo trabajar a los albañiles. La tierra era humedecida y volteada por los ayudantes hasta lograr una masa homogénea, entonces procedían a tirarla hacia el cajón en lampadas que los hacía doblarse y estirarse hasta el máximo de su talla y alcance. Arriba, don Salomé, el espigado y fuerte maestro de obra, les indicaba cuando parar; tras ello, él comenzaba a compactar la tierra en el cajón con un mazo de cara ancha y plana, golpeando primero los contornos para luego descargar mazazos sobre el centro. 

La casa nueva, según comentaba Juaneco, iba tener varios cuartos y sería de dos pisos, una casa grande. Al mediodía de aquel primer jueves de agosto de 1983, los albañiles estaban haciendo la quinta hilada de tapia y se observaba que ya habían  colocado varios dinteles para las puertas y ventanas del primer piso. 

Tramo a tramo, el cajón avanzaba hacia la esquina. Por un momento el niño de Lima desconoció a don Salomé, porque veía desde abajo a un enorme hombre levantando el mazo en dirección al cielo y lo hacía caer con descomunal fuerza sobre la tierra húmeda contenida en el molde de madera. Cada golpe con el mazo producía un sonido estruendoso: «Tappp... tappp...».

 El eco del mazazo se dirigía a los cuatro puntos cardinales, cruzaba el puente que une Huánuco con La Libertad, recorría los huertos del temple, se escurría entre los carrizales, se escuchaba desde la cocina de doña Primitiva, desde río abajo y río arriba; algunos  visitantes decían que el «tappp...» también se oía desde el camino a Huagana, desde la chacra del hacendado Quiñones, desde el zigzagueante camino que sube a Huancaspata. Toda persona que llegaba a Mamahuaje en algún momento hablaba de la casa nueva de doña Primitiva y se rumoreaba: será una vivienda y restaurante, una casa pensión o un gran hotel, el primero y más importante en esa zona limítrofe. 

La casa grande se construía imponente ante los gigantones y patis; nadie era consciente realmente de lo que estaba sucediendo, pero la primera casa en esa pampa se erigía como símbolo del progreso y la esperanza, la amplitud del panorama, la extensión del horizonte para los moradores del lugar. 

Volviendo al restaurante, Juaneco le contó a Christian que el maestro Salomé y sus  ayudantes hacían dos paradas en la mañana y dos más en la tarde, y que en esos descansos chacchaban coca y caleaban; el más muchacho, a veces, prefería comer plátanos en lugar de echarse el bolo. 

-- Hijo, apareces como llamado. Qué bueno. Vamos a almorzar y  partimos a Huacrachuco,

Efectivamente, fueron los primeros en almorzar, antes que los albañiles y otros trabajadores, que solían venir a comer al borde de la una de la tarde. Y a Huacrachuco se fueron. 

A su regreso, el sábado, encontraron mucha más actividad en Mamahuaje. Cerca de la huerta, un grupo de cuatro hombres estaban atareados moliendo caña de azúcar en el trapiche artesanal que había armado don Zenón; el hortelano Buñi, los niños y la gente de paso  miraban emocionados  el jugo que caía a una tina y los tallos de caña pasando entre los rodillos que giraban por la acción de la fuerza humana  sobre las rústicas  manivelas; Eulogia y doña Efrusinia, la dama elegante que tenía su casa en la alturita próxima a la huerta, se acomidieron a servirles un vaso de jugo de caña a todos los que por allí estaban, empezando por el rubio Óliver, inclusive subieron hasta la nueva construcción para invitarles la deliciosa bebida fresca a los albañiles. 

El ingeniero Galarzé hizo una venia a las personas que no conocía y le dio la mano a don Juan Salazar, prominente inversionista agrario que producía hortalizas en unos fundos de Cajabamba y sembraba una hectárea de caña en Salinas, su único fundo en Mamahuaje; por la gran consideración que le tenía a doña Primitiva, justamente, don Juan había dispuesto que sus peones trajeran  varias brazadas de caña desde su fundo para la preparación del guarapo y la chancaca. 

Christian se acercó a Juaneco y Óliver que estaban entre los grandes, observando la última limpieza de los tallos con machete y  el funcionamiento del trapiche. Reconoció los rodillos con hueco y buscó a don Zenón con la mirada; al ser ubicado, el carpintero le esbozó una sonrisa. En ese recorrido visual le pareció ver esconderse a una niña en la cocina, por eso disimuladamente volvió a mirar y supo de quien se trataba: era la rubiecita Grizel, que lucía muy bonita con un vestido floreado. Vio por ahí también a la risueña Vicenta -- hija de doña Primitiva, que estudiaba la secundaria en Huacrachuco--, con su  llamativo sombrero negro. Y alcanzó a ver de reojo a la pequeña y no menos simpática René. 

Cuando se dio la oportunidad de estar frente a Grizel y su inseparable hermanita, Christian las saludó y conversaron brevemente: 

-- Hola Grizel, René, ¿cuándo llegaron?

-- Llegamos ayer con mi mamá. Ella se fue a Chibche a ver a mi papá y nosotras nos quedamos acá-- contestó Grizel.

-- Don Justino es papá de ustedes?

-- Sí-- dijo René--. ¿Conoces a mi papá?

-- Lo conozco,  sí. Trabaja en Chibche. Y es un pescador buenazo. Hace unos días lo vi sacar dos grandes bagres del Marañón. 

De todos los presentes, era don Juan Salazar quien conocía a fondo el negocio de la caña. Sabía de trapiches y alambiques, cómo obtener azúcar, chancaca, melaza y ron de caña. Años atrás había tenido en Mamahuaje un trapiche con engranaje de bronce, que funcionaba con la fuerza motora de bueyes. Y es que él tenía visión empresarial, sus emprendimientos tenían como destino los mercados de Trujillo. Los mayores le tenían un gran respeto y los menores admiraban su afabilidad y porte de hacendado, especialmente cuando iba a caballo. Por el sombrero de ala doblada que usaba, las soberbias botas negras y su peculiar balanceo al caminar, parecía  un vaquero  bueno de  Texas, uno de esos personajes héroes del cine western o de los populares libritos del oeste.  

El jugo era colado en baldes grandes. Doña Primitiva hizo lavar un cántaro que después sería colocado   lleno en un rincón oscuro de su habitación para que fermente el jugo de manera natural; en tres días el guarapo estaría en su punto maduro; también sacó un súper perol para la preparación de la chancaca. Había mucha acción en la faena de molienda, movimiento peatonal y regular tráfico vehicular, teniendo como música de fondo  las canciones de Los Reales de Cajamarca que sonaban en una radiograbadora a pilas.  

Don Juan Salazar fue el primero en abandonar el grupo, él no era de pasar el tiempo mirando trabajar a otros; enrumbó en su camioneta hacia Cajabamba, llevándose a sus peones.  Los demás espectadores se  dispersaron cuando fueron llamados a almorzar. Pero en verdad, todo el que pasaba por el sector del trapiche, aunque fuera extraño, recibía de cortesía un vaso  del zumo de caña. 

El maestro albañil Salomé y sus ayudantes no se emocionaron tanto con lo que acontecía, más bien pasaron de largo a la cocina -  comedor. Almorzaron rápido y la dueña de casa los despachó llenándoles de frutas sus alforjas; así se marcharon contentos, mirando a los hombres del trapiche; se iban a pasar el domingo con su familia en Churas, un pueblito al pie de Huancaspata. 

Casi al final de la molienda, llegaron los trabajadores de la cuadrilla, que celebraron ser recibidos con la exquisita bebida. Parlando en voz alta y riendo a carcajadas se dirigieron a sus tambos situados al otro lado del puente. Mientras esto sucedía, en un sector de la cocina doña Primitiva puso al fuego el ollón casi lleno con jugo de caña, porque sabía que para obtener chancaca debía espesar varias horas. 

A media tarde, la acción se trasladó al río. El ingeniero Galarzé lavó su camioneta  y los carreteros se bañaron en una poza formada abajo del puente. Después de eso, los niños cobraron protagonismo con la llegada de la manada de cabras; Grizel y René corrieron a dar la bienvenida a los chivitos, queriendo cargar a uno y a otro; Vicenta y su mamá sólo sonreían al ver esas escenas de cariño inmenso de las niñas por los lapis.

En ese ambiente de sano entretenimiento prosperó una bonita amistad entre Christian y Grizel. Cada vez que se encontraban se decían algo o simplemente se lanzaban miradas de afecto. «Yo soy Grizel, con zeta», decía ella. «Tienes un bonito nombre. El mío  empieza con la letra che», contestaba él. «Mi pueblo se llama Piso. Escuché que tú eres de Lima», refería ella. «Nací en Lima, pero vivo en Trujillo con mis padres», le contaba él. «Quisiera conocer el mar, el cine», mencionaba la niña de los ojos verdes. «Cuando seas grande vas a viajar y conocer», aseguraba el niño de los ojos pardos. Grizel nunca había conversado así con ningún chico; y Christian, en tantos viajes con su padre,  no había conocido una chiquilla más linda que ella.
 
Eulogia y Vicenta  se turnaban para poner leños en el fogón y mover constamente el contenido del súper perol con un palo; no podían descuidarse,  la chancaca debía salir como debe ser. Llegó la hora de la cena y  a la par de ayudar a servir a los comensales, seguían en su tarea, concentradas en el proceso de espesamiento; faltaba poco, pero faltaba; el extracto de caña debía espesar hasta llegar al punto de jarabe, luego pasar a tomar  el  color marrón o negruzco característico de la chancaca. Doña Primitiva por su parte ya tenía listos los moldes para el vaciado; eran unas  piezas rectangulares con pocillos, que años antes había fabricado en madera sauce el carpintero huaganino Víctor Villanueva. 

La señorita Vicenta, los niños y las niñas de la casa cenaron primero, porque casi siempre dormían temprano. Después lo hicieron don Zenón, Buñi, Edelín y los carreteros.  Al último entraron al comedor el tractorista «Torito», el capataz de la cuadrilla, el ingeniero Galarzé y su niño. 

A Christian le gustaba comer con el grupo de su padre, porque en las conversaciones que sostenían los adultos siempre aprendía algo nuevo. Esa noche no sería la excepción. 

En un momento dado el capataz de la cuadrilla le preguntó a doña Primitiva qué significaba «Mamahuaje», a lo que ella contestó: «El nombre original es Mamahuaji, en castellano quiere decir "casa madre". Por eso también estoy haciendo mi casa;  como en Mamahuaji no hay casa, hay que hacer casa, la primera casa». 

Tal respuesta dio pie a que el ingeniero Galarzé pronosticara: «En esa pampa donde usted está levantando su casa, doña Primi, habrá un pueblo cuando pase la carretera a Sihuas. Eso ha pasado en otras partes, lo he visto». La mujer del temple se alegró al escuchar ello y dijo: «Es que la gente de por acá tiene muchas ganas de trabajar». «Ahí está la fuerza para hacer cosas importantes.  Esta tierra va ser próspera  con el vigor constructivo de su propia gente, allí están las huertitas y cabañas que han surgido al margen del río, ahí vemos al yesero esforzándose día tras día, así se forja el futuro», redondeó su opinión el supervisor de obras del ministerio. 

Como la conversación se prolongaba más y más, Christian, que estaba sólo de oidor, de manera discreta dejó la mesa y pasó riendo entre Eulogia y las niñas de Piso que estaban por la puerta.  

Afuera, muy apartado, en un poyo de maguey estaba don Zeñón coqueando y caleando, y en la banca larga los operarios carreteros habían dejado solo al maquinista «Torito», pues en lugar del frío nocturno prefirieron irse a jugar a los dados y a los naipes en sus tambos. 

Christian se sentó en la banca y no tardó en comenzar a preguntar acerca del manejo del tractor y los trabajos en la carretera. «Torito» lo escuchaba y le conversaba a medias, pues concentraba más su atención  en la adolescente Eulogia; le gustaba mirarla, verla pasar, pero no le decía nada; era como un fruto prohibido para él, por ser ella de menor de edad; la chica estaba bajo la protección de doña Primitiva y él como trabajador de la carretera no podía excederse en ninguna forma; mirándola y sonriéndole se contentaba, y ella igual. «Torito» no se daba cuenta, pero quien también entraba y salía de la cocina era  Grizel, siempre seguida por René. 

De tanto mirar y suspirar, finalmente «Torito» se paró y se fue a dormir, olvidándose inclusive de su poncho doblado en la banca. Don Zenón tampoco estaba ya. Christian se había quedado solo afuera; viéndolo así, Grizel se le acercaba con la intención de sentarse a su lado, pero su hermanita la seguía como cola. «Ésta me sigue a todos lados», manifestaba un tanto fastidiada la rubilinda. Ante esa divertida situación, a Christian se le ocurrió algo sensacional: se puso el poncho de «Torito» y en un descuido de René ocultó a Grizel. 

Bajo el poncho permaneció en silencio Grizel, mientras René la buscaba por todos lados. «Se habrá ido a orinar, pues», le decía Eulogia. Cuando René se alejaba, Christian se lo hacía saber a Grizel en voz baja;  en esa tranquilidad momentánea, la niña se pegó más al cuerpo de su amiguito, hallándose protegida y contenta. 

Sintiendo cálido el acercamiento de Grizel, el niño de Lima no supo qué decirle, pero su pensamiento voló libremente. Recordó las flores de campanilla y  las rosas color marfil que había visto en la huerta de un amigo de su padre en Huacrachuco;  pensó que sería lindo tener alguna de ellas para dársela a Grizel, en señal de afecto sincero. Esa noche el cielo tenía el color azulado de los cuentos de hadas, con las estrellas titilantes y la luna mostrando su perfil iluminado en forma de  la letra “C”.

René pasaba y repasaba; el poncho era grande y la gringuita delgadita, así que no podía ser vista. En eso algo mágico ocurrió entre Christian y Grizel.  Ella  recostó su cabeza en el hombro de él y puso suavemente la palma de su mano derecha en el pechito masculino; debajo del poncho beige ribeteado de verde,  él vio el rostro de la niña más hermosa y ella, cerrando los ojos, dejó que los labios de él se encontraran con los suyos. Un instante y nada más. Él tuvo que sacar la cabeza de inmediato, por si alguien se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo; ella sólo se abrazó muy fuerte a su torso; fueron minutos tiernos de un amor infantil, blanco y espontáneo, de entrega secreta a un beso libre e inocente, casi una travesurilla romántica. 


[*]  Continuación del cuento "Chicos exploradores"

miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA BIENVENIDA

Cuento breve
Apenas bajó del taxi, la joven de lentes oscuros escuchó que alguien la llamaba. Su mirada curioseó por el mundo externo y descubrió al varón que estuvo ausente dos inviernos. Él abrió los brazos llamando la atención de todos los transeúntes, cruzó la calzada y, sin mediar palabra, sus manos tomaron el talle conocido y su mirada de amor logró humedecer los labios femeninos. Ya sin lentes ni nostalgias, ella floreció para él; soltera y natural, la docente se empinó un poco para abrazarlo, sentirlo real y enamorado, desprenderlo totalmente del tiempo pasado, darle la bienvenida, rindiendo sus ojos, su piel y su boca ante el sensual lenguaje corporal del recién titulado en La Sorbona. La espera había terminado como un fugaz sueño y ambos proclamaban así su acerado amor y el inicio de un futuro sin ausencias: con un beso apasionado en plena calle.