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viernes, 21 de abril de 2017

ACERCA DEL FRUTO DEL DESEO
Y UN MISTERIO [*]


La naranja: el fruto del deseo.
La llegada de una camioneta con tres pasajeras apuró a todos en la cocina-comedor. Doña Primitiva reconoció al conductor y salió a darle la bienvenida. 

 
--Sí, hay almuerzo. Ahorita salen; ya termina de comer mi gente grande.

El sol comenzó a castigar a las viajeras. Eran tayabambinas: mamá, tía y una agraciada joven de uñas pintadas, que iban a visitar a sus familiares de Huacrachuco. Se lavaron las manos y la cara con el agua cristalina de la acequia cercana, como para menguar la sensación de calor intenso. El chofer, que era paisano y amigo de confianza de las damas, realizó con ellas una corta caminata por el lugar, pero el calor era insufrible; no había sombra ni aire suficiente, hasta el suelo quemaba. Terminaron en el río. Después, disfrutaron el rico almuerzo, entre risas y frescos comentarios.

Afuera, los niños tomaron los espacios de sombra delante de la casa para jugar a las canicas. Casimiro era el que más se regocijaba, porque disparando su bolita desde lejos lograba impactar a las pequeñas esferas de vidrio adversarias; podía lanzar igual utilizando la uña del pulgar, índice o del dedo medio, se sobrentendía que su extraordinaria puntería la había desarrollado jugando en la puna con sus hermanos y primos. Gracias a que el terreno del patio no era muy plano, el niño de Huagana fallaba también, generalmente su tiro final al ñoco; entonces, Juaneco y Christian, cada cual en su turno, afinaban la puntería y, si podían, cascaban fuerte a la canica de onduladas líneas de colores de Casimiro, alejándola lo más posible del hoyo, para luego golpear a la otra bolita y tratar de embocar la propia.

Casimiro ya había ganado dos juegos cuando salieron de la cocina las niñas de Piso. Grizel, la mayor, caminaba nerviosa junto a René, como si tratara de no ser vista por Christian; él ni las vio pasar, porque estaba concentrado en no fallar su tiro contra la bolita de Juaneco. Después, pasaron Eulogia y Anita con Óliver, motivando la suspensión del juego, ya que Juaneco había recibido previamente la orden de su madre de ir a recoger naranjas.

A sus diez años, Juaneco y Christian lideraban el grupo, turnándose para empujar el buggy que llevaba como carga costales vacíos y un machete. Casimiro, menor de ellos por un año, avanzaba distraído haciendo dar vueltas su hondilla de jebe en el índice o lanzando piedritas a cualquier parte; ya sabía que no debía herir a las tórtolas, mucho menos a los guardacaballos que suelen posarse en la copa de los árboles frutales, porque hacerlo traía mala suerte. La adolescente Eulogia llevaba de la mano a Óliver, mientras Anita se divertía viendo cómo las hermanitas de Piso reían sutilmente entre sí, sin ocultar su agrado por estar cerca del costeñito de gorrita marrón y descolorido jean azul; Christian ni se daba cuenta de eso. Así, pasaron la curva de Ocunal y llegaron a la zona de Limón, nombrada así porque en la parte alta se habían sembrado sólo limoneros.

Cuando todos hubieron descendido de la carretera al huerto de los naranjos, pasó la camioneta con las tayabambinas. La faena debía comenzar. Estaban ante dos árboles verdes de copa redondeada y de más o menos cinco metros de altura, cargados de naranjas; sí, allí estaban los frutos deseados, luciendo su forma esférica y llamativo color, protegidos por ramas ligeramente espinosas y numerosas hojas ovales y lustrosas.

-- Busquen los ganchos, chicos-- mandó Eulogia. Se refería a los carrizos largos que tenían atadas a la punta un gancho de madera, adecuado a la medida para desprender las frutas del árbol.

-- ¡Qué naranja tan grande, esa, allá arriba!-- señaló René con el índice.

-- Hay varias maduras, por aquel lado-- le indicó Anita a Juaneco, quien ya estaba listo para desprender las naranjas con el gancho.

-- Dime, Grizel, ¿cuál quieres para ti?-- le dijo con naturalidad Christian a la niña de rubilindo cabello. Sorprendida, ella enmudeció. Y él, en ese momento, vio los más hermosos ojos verdes y un rostro de cutis sonrosado, que parecía iluminarse con los rayos solares que se filtraban entre las ramas en aquel atardecer. Una vez que reaccionaron, Grizel señaló una naranja y Christian la desprendió para ella; los gestos de amistad entre ambos ocurrían sin que nadie a su alrededor se diera cuenta, ni siquiera René que se había puesto a corretear con Óliver. 

-- Chicos: traten de chaparlas en el aire, que no se golpeen-- aconsejaba Eulogia.

De todos, el único que hacía una labor de cosecha impecable era Juaneco; él enganchaba en el punto exacto, jalaba despacio acercando la rama y luego hacía un leve giro con el gancho para desprender la naranja, la cual caía directo al sombrero que sostenía su colaboradora Anita. Casimiro y Christian trataban de imitarlo, contando con el apoyo de Grizel y Eulogia, pero a ellas las vencía la risa y algunas naranjas cayeron sobre la hierba.

Terminando de bajar las naranjas, que juntas sumaban cuarenta y seis, se trasladaron todos al sector de los paltos, donde siempre había algo para cosechar. Juaneco se trepó rápidamente al árbol de palta fuerte y fue cogiendo los frutos que ya estaban a punto de cosecha-- él los elegía por su tamaño y buen aspecto, fácilmente reconocible viendo el pleno desarrollo del color verde en la cáscara ligeramente áspera--, arrojándolos casi de inmediato a las manos de Christian o Casimiro; ellos, por su parte, bajaron con los ganchos algunas otras paltas, según les indicaba Juaneco. Eulogia y Grizel se dirigieron a los coposos arbolitos de palta negra, cuyo fruto piriforme se caracteriza por tener la piel precisamente negra, delgada y lisa, siendo muy apreciada por la pulpa cremosa y su exquisito sabor; estaban recogiendo las que lograban alcanzar con la mano, cuando de pronto escucharon un grito de René: ¡Óliver, adónde vas!.

Huerto de los naranjos y la zona denominada Ocunal.
Alarmados, los cosechadores se volvieron hacia René y buscaron con la mirada al rubio; él no estaba. Eulogia atravesó velozmente el huerto y fue tras René, quien ya había logrado detener a Óliver en el camino que conduce a Ocunal, un pequeño pantano de espeso lodo negro que se había formado hace muchos años con la crecida del río.

--Mi yama, mi yama. Queyo jugay-- le decía Óliver a René.

--¡Por ahí se ha ido un niño gordito! ¡No conozco!-- avisó la pequeña de siete años a Eulogia, señalándole un caminito que pasaba entre las delgadas contoyas.

 El grupo rastreó íntegramente un amplio sector, desde el canto del río Huacrachuco hasta los alrededores de Ocunal, y no vieron a nadie. El niño desconocido había desaparecido. René lo había visto bien, cara a cara, antes que se alejara; por ello, los demás le preguntaban cómo era y ella lo describía una y otra vez. Se hermanaron la curiosidad y el asombro.  

--Era del tamaño de Óliver. Chiquito, y gordito, y chaposito.

--¿Cómo estaba vestido?

--Le vi con camisa a rayas.Pantaloncito negro, de bayeta.

--¿Tiene llanques? ¿O anda descalzo?.

--Sí, llanques; le vi como cualquiera. 

--¿Pantalón de lana?

--Sí, sí. ¿No te digo?. Es de bayeta, negro.

--Y su cara: ¿cómo es?

-- Tiene carita redonda. Le vi chaposito, como niño de puna.

Eulogia deslizó la idea del niño encantado, pidiendo a la vez en voz baja que regresasen y se mantuvieran juntos en el huerto, donde había que terminar la tarea. Chicos y chicas se quedaron pensando un momento en lo dicho por la púber, pero después recobraron la alegría, considerando que habían rescatado a Óliver y que lo llevaban sano y salvo con ellos. Óliver, que no entendía bien el porqué del alboroto previo ni le daba mucha importancia a lo sucedido, se sintió feliz en medio de la celebración, ya que le mostraban caras alegres, lo cariñaban y cargaban; la imagen del extraño niño que lo había llamado hacia Ocunal quedó como un vago recuerdo en su mente. Todo estaba en orden, porque René contó que el «niño del pantano» no había tocado al gringo ni habían hablado.

Tras el misterioso suceso, trasladaron las frutas al buggy y retornaron a la casa. Niñas y niños venían jugando y haciéndose bromas inocentes; ni se habían cansado. Anita llevaba de la mano a Óliver, pero él se soltaba seguido, porque quería ver las lagartijas que buscaba también Casimiro por el margen de la carretera. Siempre adelante iba la carretilla que empujaba Eulogia, con notable esfuerzo.

Y como era su costumbre, Christian sorprendía a cualquiera con sus preguntas; así llegó a saber que Casimiro y su hermanita se marcharían al día siguiente a la jalca y que sobre la carretera, más allá de la cabecera del terreno de Limón, muy cerca del camino de subida que seguirían hacia Huagana, existe un lugar donde brota agua cristalina, razón por la cual lo llaman «ojo de agua» o «puquio», un manantial que provee de agua para el riego, una fuente de vida a la que acude el ganado para calmar su sed; asimismo averiguó que Eulogia tenía catorce años, Anita ocho y la edad que no olvidaría: los nueve años de Grizel.

(...)

[ * ] Continuación del relato «Cosecha de yucas en Mamahuaji» 

Apréciese las plantas de limón y el camino de subida hacia Huagana.
Terreno Limón, en Mamahuaji (Huacrachuco, Marañón, Huánuco).


martes, 3 de enero de 2017

PESCA CON ATARRAYA EN EL ANCHIC



El niño recién llegado los miraba desde el viejo molle situado cerca de la unión del Huacrachuco con el Anchic [1]. La frondosidad del árbol y la inclinación de su centenario tronco mantenían una zona seca en plena lluvia, a la orilla del rugiente río Huacrachuco; hasta ese lugar había corrido el curioso forasterito cuando escuchó decir a doña Primitiva que los niños estaban pescando en la otra banda.

La voz delgada de Juaneco se escuchaba nítida y dominante a pesar del ruido del río revuelto. Descalzo y mojado, parado firmemente sobre una piedra ancha y algo rugosa, el morenito niño de Mamahuaji [2] dirigía la pesca.
 

-- ¡Estén atentos, voy a volver a tirar la red!--anunció. 

-- ¡Cashi, entra al agua!--dijo Milton.

-- ¡Tú no Oliver, espera ahí!. Después tú vas a contar los pescaditos-- ordenó Juaneco a su hermanito de cinco años.

Lanzaba con destreza la atarraya sobre las turbias aguas del río Anchic, parecía más envalentonado cuando por momentos cesaba la lluvia. La red de pesca formaba una figura cuasi circular en el aire y se hundía rápidamente en el río por el peso de sus bolitas de plomo. Milton y Casimiro, más bajitos que Juaneco, ayudaban a recoger la atarraya hacia la piedra y luego a coger los peces que, al borde de la asfixia, daban sus últimos coletazos. Sábalos, pejerreyes, bagres y alguna otra especie de pez que los niños no conocían, fueron atrapados con la atarraya en varias lanzadas exitosas; los peces pequeñitos eran devueltos al río, así lo recomendaban siempre los viejos pescadores como don Buñi.

--¡Se mueve como culebra!-- gritó entusiasmado Casimiro, el trigueñito niño de Huagana [3]. Un espécimen de cuerpo anguiliforme se le escurría de la mano cada vez que intentaba agarrarlo.

--¡Sepáralo nomás, no lo cojas!¡El molote se va volver al río!-- indicó Juaneco--. Con la red lo vamos llevar al balde.

--¡Miren, carachamas!--se emocionó por su parte Milton, el avispado niño de Huacrachuco, apresurándose a desprender tres de estos semi acorazados peces camuflados en una piedra cercana.

En el pequeño huerto del desnivel superior de la ribera, delante de las plantas de cidra y limón, protegida sólo por su sombrero de lana, estaba Anita con una palangana de plástico en las manos, mirando emocionada la faena de pesca; a mitad del caminito que descendía al río se ubicó el inquieto Oliver, con el balde que le llegaba hasta la cintura, para recibir los peces que traían los otros niños. El más contento era Oliver, porque era el dueño del cubo y el encargado oficial del conteo de los pescados, aunque sólo sabía contar hasta siete.

-- ¡Pesha musho, ayuda, pesha!-- clamó Óliver, intentando levantar el balde medio lleno.

-- ¡Yo te ayudo, Olivito!-- contestó muy animada Anita desde arriba, y en un instante estuvo a su lado cogiendo el asa del cubo.

-- Vámonos, ya es suficiente-- dijo Juaneco en tono satisfecho, arrastrando la red hacia la arena.

-- ¡Vienen más nubes negras!-- alertó Casimiro.

-- ¡Sí, vámonos ya!-- agregó Milton, el último en salir del agua.

Apenas Anita desocupó el balde sobre la hierba mojada, Óliver tomó la tinita y comenzó el conteo, cogiendo primero los ejemplares más grandes. La cuenta hasta siete fue perfecta y, como vieron que el pequeñín tenía dificultades para continuar, el resto del grupo lo ayudó diciendo en coro los números que seguían; así fue como Óliver pudo pasar el límite del siete y mantener el orden, por primera vez, de los números mayores hasta dieciocho.

La novedad en el restaurante de doña Primitiva era que el rubio Óliver se había ido de pesca, siguiendo a Juaneco y a los otros niños. Dos niñas de Piso [4], Grizel y su hermanita René, acabaron pronto de limpiar la mesa de comensales y corrieron hacia el exterior para espectar desde la mejor ubicación, bajo el alero del tejado, la aventura de los pescadorcitos en el río Anchic. Eulogia, la criada de doña Primitiva, en vano trató de verlos desde la ventana de la cocina, por lo que se apresuró en servir el refresco a un último comensal y salió con suma curiosidad a mirarlos; su patrona, que llegó después, pudo respirar tranquila al observar que los chiquilines estaban sanos y salvos en la otra banda, en el pequeño huerto de doña Dolora, la mujer del yesero.

Las últimas oscuras nubes se concentraron más de diez minutos sobre Chúcaromonte, debido al cruce de los vientos opuestos en las alturas; finalmente, la ya mermada masa gris fue empujada hacia el noreste por los fuertes soplos provenientes del sur, pasando sólo algunas nubes cargadas hacia el Marañón.

-- ¡Se van las nubes negras!-- exclamó contento Casimiro--. Ahorita se acaba la lluvia-- pronosticó en seguida, sin que sus amiguitos se convencieran de ello. Él sabía del clima, de la fuerza de los vientos y del desplazamiento de las nubes, por historias que le contaba su abuelo.

La unión de los ríos Anchic y Huacrachuco. Apréciese
la casa de Doña Primitiva, el viejo molle, el puente 
y el pequeño huerto de la banda.
Pronto los niños pescadores desaparecieron del huertito, para luego reaparecer contentos por el puente que une a Huánuco con La Libertad, cuando la llovizna casi terminaba. Casimiro y Milton traían la atarraya, Anita la palangana y Juaneco el balde; delante venía, más risueño y con la frente en alto, Óliver. Estaban todos mojaditos, pero su gloria estaba en la docena y media de peces sacados del Anchic, cuatro de ellos sábalos de casi veinticinco centímetros y uno muy singular: el molote, que vivió más que ninguno, pues había terminado de culebrear en el balde.

Christian, el niño de Lima, se alejó presuroso del molle y del bramido del río Huacrachuco para alcanzar a los pescadorcitos en la carretera. Juaneco reconoció de inmediato al blanquiñoso y sonrió de buena gana al verlo, quedando impresionado para sí mismo por la gorrita marrón que usaba, una distinta a muchas otras que había visto, ya que traía adelante como distintivos la letra «C» bordada en amarillo y debajo de esta, a modo de adorno, un diminuto delfín plateado que iba prendido en una peculiar correíta. Milton también lo reconoció, porque en las vacaciones pasadas ambos aprendieron a pescar con don Buñi, el hortelano, en unas pozas que había río abajo, pasando la huerta de doña Primitiva.

-- ¡Pucha, cómo no llegué antes para meterme al Anchic con ustedes!-- se lamentó--. Pero qué buena pesca han tenido, chicos-- agregó luego, palmeando el hombro de los niños y rozando el sombrero de Anita, la simpática hermanita de Casimiro.

-- La atarraya ayuda mucho cuando el río está sucio-- comentó Juaneco con una alegre mueca.

-- ¿Así se llama?. Alguna vez tendré que aprender a usarla yo también-- le contestó Christian, mirando los numerosos trocitos de plomo que tenía la red usada. Era la primera vez que veía una atarraya, el aparejo de pesca que se extiende describiendo un círculo y se recoge formando un cono.

(...)
 

[*] Avance de relato ambientado en los años 80.

[1] Anchic : Río que delinea la frontera natural entre los distritos de Huancaspata (Pataz, La Libertad) y Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[2] Mamahuaji : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[3] Huagana : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[4] Piso : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).