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martes, 3 de enero de 2017

PESCA CON ATARRAYA EN EL ANCHIC



El niño recién llegado los miraba desde el viejo molle situado cerca de la unión del Huacrachuco con el Anchic [1]. La frondosidad del árbol y la inclinación de su centenario tronco mantenían una zona seca en plena lluvia, a la orilla del rugiente río Huacrachuco; hasta ese lugar había corrido el curioso forasterito cuando escuchó decir a doña Primitiva que los niños estaban pescando en la otra banda.

La voz delgada de Juaneco se escuchaba nítida y dominante a pesar del ruido del río revuelto. Descalzo y mojado, parado firmemente sobre una piedra ancha y algo rugosa, el morenito niño de Mamahuaji [2] dirigía la pesca.
 

-- ¡Estén atentos, voy a volver a tirar la red!--anunció. 

-- ¡Cashi, entra al agua!--dijo Milton.

-- ¡Tú no Oliver, espera ahí!. Después tú vas a contar los pescaditos-- ordenó Juaneco a su hermanito de cinco años.

Lanzaba con destreza la atarraya sobre las turbias aguas del río Anchic, parecía más envalentonado cuando por momentos cesaba la lluvia. La red de pesca formaba una figura cuasi circular en el aire y se hundía rápidamente en el río por el peso de sus bolitas de plomo. Milton y Casimiro, más bajitos que Juaneco, ayudaban a recoger la atarraya hacia la piedra y luego a coger los peces que, al borde de la asfixia, daban sus últimos coletazos. Sábalos, pejerreyes, bagres y alguna otra especie de pez que los niños no conocían, fueron atrapados con la atarraya en varias lanzadas exitosas; los peces pequeñitos eran devueltos al río, así lo recomendaban siempre los viejos pescadores como don Buñi.

--¡Se mueve como culebra!-- gritó entusiasmado Casimiro, el trigueñito niño de Huagana [3]. Un espécimen de cuerpo anguiliforme se le escurría de la mano cada vez que intentaba agarrarlo.

--¡Sepáralo nomás, no lo cojas!¡El molote se va volver al río!-- indicó Juaneco--. Con la red lo vamos llevar al balde.

--¡Miren, carachamas!--se emocionó por su parte Milton, el avispado niño de Huacrachuco, apresurándose a desprender tres de estos semi acorazados peces camuflados en una piedra cercana.

En el pequeño huerto del desnivel superior de la ribera, delante de las plantas de cidra y limón, protegida sólo por su sombrero de lana, estaba Anita con una palangana de plástico en las manos, mirando emocionada la faena de pesca; a mitad del caminito que descendía al río se ubicó el inquieto Oliver, con el balde que le llegaba hasta la cintura, para recibir los peces que traían los otros niños. El más contento era Oliver, porque era el dueño del cubo y el encargado oficial del conteo de los pescados, aunque sólo sabía contar hasta siete.

-- ¡Pesha musho, ayuda, pesha!-- clamó Óliver, intentando levantar el balde medio lleno.

-- ¡Yo te ayudo, Olivito!-- contestó muy animada Anita desde arriba, y en un instante estuvo a su lado cogiendo el asa del cubo.

-- Vámonos, ya es suficiente-- dijo Juaneco en tono satisfecho, arrastrando la red hacia la arena.

-- ¡Vienen más nubes negras!-- alertó Casimiro.

-- ¡Sí, vámonos ya!-- agregó Milton, el último en salir del agua.

Apenas Anita desocupó el balde sobre la hierba mojada, Óliver tomó la tinita y comenzó el conteo, cogiendo primero los ejemplares más grandes. La cuenta hasta siete fue perfecta y, como vieron que el pequeñín tenía dificultades para continuar, el resto del grupo lo ayudó diciendo en coro los números que seguían; así fue como Óliver pudo pasar el límite del siete y mantener el orden, por primera vez, de los números mayores hasta dieciocho.

La novedad en el restaurante de doña Primitiva era que el rubio Óliver se había ido de pesca, siguiendo a Juaneco y a los otros niños. Dos niñas de Piso [4], Grizel y su hermanita René, acabaron pronto de limpiar la mesa de comensales y corrieron hacia el exterior para espectar desde la mejor ubicación, bajo el alero del tejado, la aventura de los pescadorcitos en el río Anchic. Eulogia, la criada de doña Primitiva, en vano trató de verlos desde la ventana de la cocina, por lo que se apresuró en servir el refresco a un último comensal y salió con suma curiosidad a mirarlos; su patrona, que llegó después, pudo respirar tranquila al observar que los chiquilines estaban sanos y salvos en la otra banda, en el pequeño huerto de doña Dolora, la mujer del yesero.

Las últimas oscuras nubes se concentraron más de diez minutos sobre Chúcaromonte, debido al cruce de los vientos opuestos en las alturas; finalmente, la ya mermada masa gris fue empujada hacia el noreste por los fuertes soplos provenientes del sur, pasando sólo algunas nubes cargadas hacia el Marañón.

-- ¡Se van las nubes negras!-- exclamó contento Casimiro--. Ahorita se acaba la lluvia-- pronosticó en seguida, sin que sus amiguitos se convencieran de ello. Él sabía del clima, de la fuerza de los vientos y del desplazamiento de las nubes, por historias que le contaba su abuelo.

La unión de los ríos Anchic y Huacrachuco. Apréciese
la casa de Doña Primitiva, el viejo molle, el puente 
y el pequeño huerto de la banda.
Pronto los niños pescadores desaparecieron del huertito, para luego reaparecer contentos por el puente que une a Huánuco con La Libertad, cuando la llovizna casi terminaba. Casimiro y Milton traían la atarraya, Anita la palangana y Juaneco el balde; delante venía, más risueño y con la frente en alto, Óliver. Estaban todos mojaditos, pero su gloria estaba en la docena y media de peces sacados del Anchic, cuatro de ellos sábalos de casi veinticinco centímetros y uno muy singular: el molote, que vivió más que ninguno, pues había terminado de culebrear en el balde.

Christian, el niño de Lima, se alejó presuroso del molle y del bramido del río Huacrachuco para alcanzar a los pescadorcitos en la carretera. Juaneco reconoció de inmediato al blanquiñoso y sonrió de buena gana al verlo, quedando impresionado para sí mismo por la gorrita marrón que usaba, una distinta a muchas otras que había visto, ya que traía adelante como distintivos la letra «C» bordada en amarillo y debajo de esta, a modo de adorno, un diminuto delfín plateado que iba prendido en una peculiar correíta. Milton también lo reconoció, porque en las vacaciones pasadas ambos aprendieron a pescar con don Buñi, el hortelano, en unas pozas que había río abajo, pasando la huerta de doña Primitiva.

-- ¡Pucha, cómo no llegué antes para meterme al Anchic con ustedes!-- se lamentó--. Pero qué buena pesca han tenido, chicos-- agregó luego, palmeando el hombro de los niños y rozando el sombrero de Anita, la simpática hermanita de Casimiro.

-- La atarraya ayuda mucho cuando el río está sucio-- comentó Juaneco con una alegre mueca.

-- ¿Así se llama?. Alguna vez tendré que aprender a usarla yo también-- le contestó Christian, mirando los numerosos trocitos de plomo que tenía la red usada. Era la primera vez que veía una atarraya, el aparejo de pesca que se extiende describiendo un círculo y se recoge formando un cono.

(...)
 

[*] Avance de relato ambientado en los años 80.

[1] Anchic : Río que delinea la frontera natural entre los distritos de Huancaspata (Pataz, La Libertad) y Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[2] Mamahuaji : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[3] Huagana : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).

[4] Piso : Pueblo del distrito de Huacrachuco (Marañón, Huánuco).