domingo, 14 de febrero de 2021

 

RETORNO AL MOMENTO CERO *

(Cuento cercano del quinto tipo)

I

La energía se desplazó quince mil años luz y se materializó retomando la forma de una astronave que imponía el destello de sus anillos giratorios en la oscuridad galáctica. Cuando recibió la señal musical esperada, el cosmonauta amplió la imagen del mapa en la pantalla y vio la ubicación exacta de Cestox, su próxima parada; pronto lo tuvo enfrente y entonces, sin vacilar ni un instante, varió la velocidad para atravesar su atmósfera.
Su pensamiento guía era un mensaje en lámina de oro hallado por su padre en un artefacto que flotaba como materia inerte en el confín de la Galaxia Espiral M31: «Somos de la raza superhumana, del planeta Cestox. Seres del espacio infinito les ofrecemos nuestra amistad. Viajeros galácticos que acortan el tiempo y atraviesan los portales de los planetas, queremos conocerlos».
La silenciosa nave espacial se detuvo y quedó suspendida un momento a dos metros de la superficie, manteniendo la rotación mínima, luego se asentó. En el tablero de mandos un botón azul estaba encendido y seguían apareciendo datos del exterior en la pantalla. El cosmonauta tenía una idea cuasi clara de lo que había afuera antes de pulsar la tecla verde para abrir la puerta; enseguida, se fijó al suelo una escalerilla dorada y por ella bajó a paso firme y solemne.
El gonto usaba un tricolor casco ovoide, que hacía juego con un finísimo traje, a modo de segunda piel, de tonos azul, dorado y plateado, colores muy contrastantes respecto a los del paisaje desolado, seco y polvoriento de Cestox. A juzgar por el contorno de su cuerpo, parecía tener la figura de un ave.
«¿Dónde están los habitantes de Cestox? ¿Qué ha pasado aquí?», se preguntaba el visitante galáctico, mientras infinidad de nombres y cálculos numéricos cruzaban el cielo de su pensamiento. Tras la exploración mental que realizó en absoluta quietud, el gonto giró la cabeza 135° a la izquierda y pudo detectar un ser en movimiento a cinco kilómetros de allí; después, giró la cabeza 105° a la derecha y percibió la voz moribunda de otro ser, así como el sonido de un chorrillo de agua subterránea a ocho kilómetros.
Ávido de respuestas, el gonto guardó el casco, se adhirió al pecho una especie de escarcela, separó las piernas, abrió los brazos y empezó a volar por Cestox; observó suelos cuarteados, restos óseos por aquí y por allá, lomas y cerros carentes de vida verde: el panorama era tétrico. El primer habitante que avistó vagaba desnudo por una hoyada; este, al notar su presencia en el cielo huyó despavorido. El explorador galáctico descendió y caminando llegó a la boca de la cueva donde se escondía; intentó comunicarse telepáticamente, pero el cestoxiano no respondía. «No tiene idioma. ¿Qué le pasó a este superhumano?», se dijo.
Leyendo las imágenes en la mente del individuo oculto, supo que era sobreviviente de una explosión nuclear, razón por la cual había quedado sordo y totalmente limitado para entender algún sistema de símbolos; no podía pronunciar palabra, sólo emitía sonidos guturales. Conociendo la triste realidad del primitivo, se apartó de la cueva y alzó vuelo nuevamente.
En segundos estuvo con el superhumano moribundo. Era este un viejo de barba larga y blancuzca, los labios resecos, la piel arrugada y prieta por la sobreexposición al sol, los ojos avellana que se cerraban y abrían, como resistiéndose al último abrazo del cansancio; vestía una raída túnica púrpura y estaba recostado en posición fetal, sufriendo el abandono de las fuerzas y el dolor inmenso de tener que dejar el mundo así, solo.
Al ver claramente al gonto haciéndole sombra con la capa de sus brazos, el agonizante experimentó un gran susto inicial, después resignación y al mismo tiempo felicidad, porque sentía que estaba ya en el último trance donde, suponía, todo era bello y fantástico. El cuerpo de aquel ser desconocido, con el traje tricolor que permitía ver los pliegues membranosos colgando de sus extremidades, le pareció raro y extraordinario, pero no así el rostro, porque los rasgos faciales eran similares a los de cualquier superhumano.
El explorador le tocó la frente y mirándolo fijamente a los ojos comenzó a leerle la mente. El anciano se sintió un tanto aliviado de sus dolencias y sonrió brindándole sus recuerdos al gonto.
En la memoria del viejo el investigador galáctico vio imágenes de múltiples explosiones, de impresionantes metrópolis convertidas a escombros en un instante, de abundante humo negro y cuerpos mutilados, de la muerte masiva de las hembras superhumanas a causa de un arma biológica, de gigantescas olas del mar devorándose construcciones portentosas, de los suelos abriéndose hasta formar abismos, de gente desesperada corriendo en todas direcciones, de aves y otras especies animales migrando hacia un lejano horizonte, de lugares desérticos y la búsqueda del agua, de un grupo de privilegiados que vivían en refugios subterráneos fortificados hasta que se les acabó la comida y tuvieron que salir a sufrir como los demás, de luchas entre bandas de supervivientes por alimento y agua, todo ello espectado o vivido por un padre y su hijo. El gonto reconoció la importancia, sabiduría y pragmatismo del añoso aborigen de Cestox, por ello quiso saber más, así que emprendió un viaje mental al pasado profundo del superhumano; allí le agradó ver el disfrute de momentos felices en un mundo tranquilo, mas no las acciones de los líderes de las naciones que condujeron a los cestoxianos al borde de la extinción; entre tantos episodios conmovedores uno le llamó especialmente la atención:
-- ¿Padre Fares, por qué tenemos que estar siempre en guerra?. ¿Por qué tenemos que matarlos?-- preguntó contrariado el joven.
-- Porque son ellos o nosotros, hijo-- fue la fría respuesta del maduro líder.
El visitante del espacio exterior tuvo la sensación de familiaridad con los superhumanos que pudo ver en la memoria del moribundo, porque su modo de proceder era parecido al de los seres ancestrales --creativos y sensibles, pero ambiciosos, egoístas y proclives a la violencia-- de quienes le hablaba su padre, el gran viajero universal; siempre le decía: «En el macrocosmos perviven especímenes que progresan sin control, destruyen su hábitat y se destruyen a sí mismos, completan su ciclo de desarrollo hasta enfrentarse a su propia extinción y luego comienzan un nuevo ciclo. Hace como un millón de años, en alguna parte del universo, nuestros antepasados vivían así, pero hubo un ciclo en que un puñado de sobrevivientes integrado por sabios y justos logró atravesar un portal intergaláctico y llegó a Gont, nuestro hogar en la galaxia Andrómeda, donde se pudo forjar un modo de vida diferente».
De pronto el anciano Fares hizo contacto con la piel verde del gonto y poniendo sus ojos en los de él, con la respiración agónica dijo sus últimas palabras: «Hombre ave, busca a mi hijo Arrajin. Cestox se partió, el mar nos separó. Hombre ave, vuela, salva la vida...»

(...)


[*] Primera parte del cuento "Retorno al momento cero".
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