¡TRINCHUDO!
Cuento
De niño insolente a gerente de una importante empresa exportadora, fue largo el salto que tuve que dar desde la escuela pública. Atribuyo el mérito a SAS, mi querido calvito SAS, de quien recuerdo sus enseñanzas, su ejemplo de vida y una anécdota agridulce que me rescató del mal comportamiento y me puso a estudiar como se debe, marcando el camino correcto para llegar a ser una buena persona.
--¡Pelao... pelao! -- era la martirizante voz que resonaba solitaria en el salón.
El profesor volteó y sólo se encontró de cara con el silencio. Sabía que la voz provenía de las últimas carpetas, pero no podía saber todavía de quién era. El niño no se dejaba ver, su voz también se escondía del profesor. Ochenta veces repetía la misma palabra. Otros niños comenzaron a repetirla también y se hizo costumbre decirle «pelao» al maestro.
Al principio SAS no le dio mucha importancia, porque era calvo, pero cuando los niños hacían coro y celebraban la chanza de salón, una insolencia a sus espaldas, él comenzó a reaccionar mostrándose adusto; la palabrita «pelao» estaba perturbando la clase y él se había convertido en el hazmerreír del aula.
La burla se iniciaba con una voz, la primera voz que los pequeños sabían de quién era, luego le seguían dos y tres voces, después eran casi todas las voces del aula repitiendo la misma palabra; el maestro volteaba a mirarlos y todos enmudecían, se volvía hacia la pizarra y la misma palabra empezaba a imponer su ley en el aula. El maestro trataba de contener su desagrado ignorando la broma, haciendo oídos sordos a la palabra que escuchaba cada vez que le daba la espalda a sus alumnitos; percibía el murmullo cada vez que salía del salón y cuando regresaba.
--¡Ya nos fregó el pelao!-- comentó Manolo, cuando vio al profesor conversando con el director del colegio en el patio de recreo, a poca distancia del aula.
El maestro SAS era de buena formación: siempre estaba mpecablemente vestido, caminaba tranquilo y saludaba a sus colegas con ese trato cordial que caracteriza a los caballeros. Era muy creativo y paciente en la enseñanza, ya partía manzanas o panes para tratar de los quebrados, ya estaba organizando grupos de teatro para escenificar un episodio de la historia inca, ya sorprendía a sus chicos con un dictado, un problema a resolver «solo por genios», un percentil ortográfico o venía con la noticia de diseñar una camiseta propia para participar en el campeonato escolar. Pero también era recto y muy duro, cuando lo sacaban de sus casillas.
-- ¡Pelao...!-- se escuchaba primero en tono bajito, tímido, como si la palabrita estuviera contenida en la garganta y escapara despacito.
-- ¡Pelao...!-- la misma palabra estaba de nuevo en el aire, más clara.
-- ¡Pelao... pelao... pelao!-- la voz infantil salía libremente desde el fondo del salón, motivando las sonrisitas cómplices.
¿Quién era el pequeño que le hacía escuchar el insulto con repetición?. ¿De cuál de sus niños era aquella primera voz que iniciaba la broma de mal gusto?. No había motivo para que le falten el respeto. ¿Por qué se burlaban tanto de su calvicie?. Acaso, ¿se trataba de un motín en su aula?.
Día tras día el «pelao...pelao» estaba presente, en distintos tonos. Semana tras semana era infaltable en la clase. Llegó un momento en que el «pelao...pelao» general era inmanejable y desmoralizador. Los brigadieres del aula podían señalar a varios culpables de burlarse del maestro; SAS nunca les pidió los nombres. Una mañana la indiferencia quedó atrás, la paciencia de SAS se agotó.
-- ¡Pelao...!-- otra vez la misma vocecita inicial.
SAS se concentró en que el segundo «pelao... pelao» no tardaría en emitirse. Tenía varios sospechosos, hasta intuía quién podría ser el gracioso, pero no estaba seguro. Continuó escribiendo en la pizarra, calculó el tiempo en que vendría el segundo ataque verbal y apenas escuchó la primera «pe» dio la vuelta. No necesitó preguntar a nadie, él supo de quién era la voz; caminó rápidamenta hacia las últimas carpetas y fijó la mirada de reproche en el culpable.
-Trinchudo, trinchudo!-- le dijo zamaqueándolo de los hombros--. ¿Te gusta tu apodo, Aníbal? ¡Trinchudo!-- exclamó, con una voz que lastimaba.
El educador llamó a Luis y a Eduardo, los brigadieres. Mientras el asustado Aníbal era conducido al frente, el miedo aquietó a los demás en su carpeta, porque de alguna forma se sentían cómplices, todos alguna vez habían proferido el burlesco «pelao...pelao».
Aníbal sintió vergüenza y remordimiento por haberse burlado durante tanto tiempo del profesor. Se vio minimizado ante sus compañeros; él, que no perdía ocasión para burlarse de los otros niños; él, que se sentaba siempre atrás porque allí se sentía poderoso, inalcanzable, con capacidad para controlar todo y a todos; él, a quien sus padres lo engreían en casa y complacían todos sus gustos. Comenzó a recordar sus culpas y errores garrafales; era objejo de censura, estaba a punto de ser castigado y quedar caricaturizado ante la clase; mirando al resto, cayó en la cuenta de que él mismo se había construido una imagen repulsiva y que no estaba bien ir al colegio a pasar el tiempo, a portarse mal, ni creer que un chico es invencible desde las últimas carpetas.
Todo en esa mañana había sido diferente para Aníbal. Al levantarse se encontró con que se había terminado la brillantina para su cabelllo y no le gustaba aplicarse la vaselina Reuter de la abuela; no tuvo buenos pensamientos para su hermano mayor, quien también se echaba el aceitillo para asentar sus cabellos. Y así, con el cabello hirsuto, mostrando algunos pelos rebeldes bien parados, se fue al colegio, donde le iría peor: lo pescarían y recibiría un escarmiento inolvidable.
Cuando el que menos pensaba que le haría sostener una piedra de regular tamaño en cada mano, manteniendo los brazos abiertos, durante media hora -- algunos de los chicos ya conocían ese castigo, incluso recordaban el temblorcillo corporal que causaba el cansancio de los bíceps y el enrojecimiento de su tierno rostro por no poder soportar más el peso de las piedras--, el profesor se decidió por un castigo más severo:
--Cárgalo-- le dijo al subrigadier Eduardo, que era el más robusto y altito del aula.
El subrigadier, que lucía un cordón rojo colgando del hombro, inclinó entonces el cuerpo para cargar a su malcriado compañero; este, rendido, le entregó sus manos para ser sostenido en lo que durara el castigo. El bajito brigadier Luis, que usaba el tradicional cordón trenzado de colores rojo y blanco, se quedó patitieso junto al escritorio del docente.
Los demás niños miraban asustados lo que ocurría. SAS se sacó la ancha correa de cuero que usaba; el delgado Aníbal se estremeció ante la hevilla de bronce más grande que jamás había visto. El silencio era absoluto; los dos niños y el adulto sabían cual era su rol inexorable esa mañana de junio de 1976. El maestro puso la hevilla en la palma de su mano derecha y ajustándola con dos vueltas del largo cuero tomó posición de ataque, situándose de costado y a un metro de distancia de las nalguitas. El pequeño culpable, colgado en la espalda de Eduardo, resignado, cerró los ojos tristes para aguantar en silencio y a oscuras el inminente correazo; fueron varios segundos de suspenso en el salón, un largo momento de angustiosa espera para Aníbal, quien al abrir tímidamente los ojos llorosos encontró el perdón: la gran hevilla cayó al piso con su cola de cuero y las manos del maestro SAS terminaron abrigando su angosta espalda. No hubo correazo ni dolor, pero sí comprensión, respeto, ternura y amor.
Aquel día la vida de todos tomó una nueva dirección. La palabra «pelao» fue expulsada del aula para siempre y el maestro calvo se ganó un lugar en el corazón de Aníbal y del resto de sus alumnitos. En adelante las clases fueron seguidas con mayor atención y el grupo entero del quinto grado destacó en las actuaciones, en el fútbol chico, en los concursos de dibujo y matemáticas.
Aníbal, poco a poco, fue tomando la costumbre de sentarse en las carpetas del medio para asimilar mejor las lecciones; sin perder su natural alegría, se volvió más respetuoso y aplicado; la mayor sorpresa se la daría el maestro Saúl Acevedo Salas (SAS) al finalizar el año siguiente: el quinto diploma de aprovechamiento y conducta.
Aníbal, poco a poco, fue tomando la costumbre de sentarse en las carpetas del medio para asimilar mejor las lecciones; sin perder su natural alegría, se volvió más respetuoso y aplicado; la mayor sorpresa se la daría el maestro Saúl Acevedo Salas (SAS) al finalizar el año siguiente: el quinto diploma de aprovechamiento y conducta.
Cambió Aníbal, cambié yo.
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