jueves, 14 de enero de 2021


 CHICOS EXPLORADORES [*]

Cuento
En la pequeña habitación junto a la huerta, el reloj biológico despertó al ingeniero Galarzé. Medio dormido su hijo le escuchó decir, cerquita al oído, que estaba saliendo y volvería para el almuerzo; instantes después, el efímero ruido de la camioneta pick-up sacudió la tranquilidad de Mamahuaje en esa hora seis del sábado. Óliver miró hacia la carretera y entonces se puso a imitar el sonido del vehículo moviendo su carrito de piedra por el horno de media luna, en tanto Cazador y Pantera luego de un par de ladridos quedaron enhiestos viendo alejarse la nube de polvo.
Conforme se iban levantando, salieron a la claridad doña Primi, Eulogia y las niñas de Piso. Pronto escaparía humo de leños de huarango por la chimenea y los pasos humanos cruzarían el puente, llegarían al río, darían vuelta por los corrales y la huerta, se acercarían a los cuartos y entrarían nuevamente a la cocina. De alguna manera todos en la casa resultarían en breve conectados con las tareas matinales adicionales: preparar un fiambre y dos pequeñas cargas.
A media mañana, cuando el balido de las cabras ya no se escuchaba, salieron el hondillero Casimiro y su hermana Anita rumbo a Huagana; Grizel y René se quedaron paradas en el patio, como prolongando la despedida con la mirada, mientras que Christian y Juaneco decidieron acompañar un rato a los viajeritos, desapareciendo muy entretenidos por la curva de la carretera. El niño llevaba frutas y yucas en un costalito que cubría el ancho de su pequeña espalda y era sostenida con pretina de lana en la frente; la niña del sombrero grande llevaba limones y naranjas, lo que podía cargar, en su mantita de bayeta azul.

-- Y a qué hora llegarán arriba?-- preguntó el niño de Lima, cuando los hermanitos cruzaron la acequia y tomaron el camino de subida hacia su pueblo de la altura.
-- Vamo llegar como en tres horas -- respondió Casimiro, volviendo la mirada, pero sin detener su paso por la cuesta.
-- De aquí no veo los eucaliptos que se ven desde el puente-- advirtió Christian.

-- No pue-- asintió Juaneco--. En esta dirección nomás están, yo conozco Huagana-- agregó luego, apuntando con el dedo.
-- ¡Chao Cashi! ¡Chao Anita! ¡Chao!
-- ¡Chau!
Casimiro agitó el brazo, girando apenas la cabeza; Anita solo les mostró su carita alegre.
Christian levantó la visera de su gorra y se quedó quieto un momento, mirando el andar de los niños de Huagana; de pronto soltó una pregunta:
-- ¿Por qué se llama Limón por acá?
-- Es que arribita hay una chacra de puro limón-- le dijo Juaneco--. ¿Quiéres conocer?. ¡Vamos, te muestro!
El rostro de Christian se iluminó de entusiasmo con la idea de conocer Limón y de inmediato siguió al morenito del temple, quien ya avanzaba por el camino marcado en la ladera. Al llegar al terreno, Juaneco aligeró el paso y desapareció entre los limoneros, mientras Christian llenaba sus pulmones con el olor a limón y observaba con singular admiración las filas de arbolitos, donde los cítricos estaban creciendo como escondidos, protegidos por las hojas color verde mate.
-- Contemos cuántas plantas hay-- propuso Christian, confiado en que dominaba la tabla de multiplicación.
-- Yo ya loy contao con el dueño. Es don Santos, un gentecito de Huaychao-- respondió Juaneco.
-- ¿Cuántas son?
-- Veintisiete.
-- ¿Estás seguro?. Contemos-- dijo Christian, caminando un poco por la chacra--; hay seis por el frente y cuatro hacia atrás, son 24, más tres de esa esquina... si pues, son 27.
A Juaneco le asombró la forma rápida en que el blanquiñoso contó los limoneros y quería decir algo, pero antes que pronunciara palabra Christian comenzó a moverse hacia la única casita del lugar.
Curiosearon alrededor de la vivienda de tapial, notando que la puerta de palos estaba asegurada con una tira de cuero y que el viejo techo de paja tenía un hueco. En eso estaban cuando un conocido animalito color amarillo verdoso pasó por encima de la zapatilla Sin Fin de Christian, asustándolo; Juaneco se rió bulliciosamente, provocando también la risa de su amiguito.
-- Esa lagartija no hace nada, corre nomás-- aseguró el bronceadito--. Culebra si asusta, poray tarán, entre piedras y espinas paran.
Habiendo recorrido todo Limón, terminaron junto a un ramoso árbol de huarango, delante del cual manaba un hilito de agua subterránea. Allí se sombrearon y refrescaron, aunque la aventura seguiría.
-- Allasito hay otro ojo de agua, sale más que acá-- mencionó Juaneco--. ¿Quieres conocer? ¡Te llevo!
-- Ya pue, ¡vamos!-- contestó Christian, creyendo que estaba cerquita.

Sin más demora Juaneco tomó la delantera, dirigiéndose al camino por donde media hora antes habían pasado los hermanitos de Huagana. Christian avanzaba emocionado detrás de su guía, viendo al principio solo un largo muro de piedra que delimitaba la chacra de Limón, pero después la impresionante flora silvestre de la yunga fluvial, que iba apareciendo ante sus ojos a medida que ganaba altura; eso era más de lo que antes había visto en Mamahuaje.
A campo abierto, Juaneco se salió del camino para buscar paulunchos, unos frutos esféricos que eran la delicia en esa tierra de los cactáceos, pero ya alguien se los había cosechado; Christian se quedó con las ganas de conocer y probar el pauluncho, pero estaba fascinado al ver tantos gigantones, cactus con brazos nudosos y en forma de candelabro, patis, calalines y otras especies de plantas que no conocía. Había vida vegetal hasta sobre las piedras.
-- Esos cactitos blanquitos le dicen «llullu cactus», porque son como cactus bebé, con pelusitas. Crecen encima de piedra.

-- Dime Juaneco, ¿esa planta que tiene como pelusas en las puntas, cómo se llama?-- indagó Christian, señalando la fibra verde claro que resaltaba en los tallos columnares de un tipo de cactus. 
-- Se llama chuná o barbasco, por las barbas que tiene. Esa lanita se cosecha para almohada.

-- ¿Y este que parece un barrilito con espinas?-- volvió a preguntar el costeñito, poniéndose de cuclillas junto a un pequeño y hermoso ejemplar de melocactus, cuya corona lucía floración fucsia.
-- A ese le llaman siete sabios. Mamá dice que es medicina, para curar del daño.
Juaneco tenía todas las respuestas en la punta de la lengua y las brindaba al paso entre sonrisas; él era un príncipe feliz en ese reino natural. Christian se alegró de tener un amiguito que conociera los nombres y virtudes de todas esas plantas.
Jugaban a contar los gigantones, los calalines o los barbascos; buscaban con la vista las pocas achupallas blancas o corrían a los patis para encontrar algún caracol. Ambos demostraban agilidad mental, pero obviamente el niño del temple se desplazaba más rápido por el terreno, sobre todo por los caminitos de cabra por donde no lo seguía su acompañante.
Por momentos, con el sol aproximándose a la hora once en la cúpula celeste, Christian sentía que estaba en el desierto deTexas, caminando como un vaquero sediento, cuya heroica sobrevivencia bebiendo agua de cactus recordaba haber leído en un librito de aventuras del viejo oeste, de esos con los que se entretenían los carreteros en su día de descanso. Sudaba y la ropa le quemaba; no era para menos, la temperatura bordeaba los 30 °C.

Notando que el blanquiñoso se quitaba repetidas veces la gorrita con la letra «C» para abanicarse, Juaneco se puso en el camino que conocía y dijo:
-- Vamos al ojo de agua, ya no falta nada pa llegar.

Era cierto. En menos de diez minutos asomaron a una quebrada cubierta de árboles coposos y matorrales. Juaneco decía que el ojo de agua estaba allí; Christian no podía imaginar ni cómo era el mentadísimo lugar, pero estaba entusiasmado con la sola idea de conocerlo.
Tras atravesar un caminito casi invadido por la planta rastrera pachacasha (espina de suelo), estuvieron frente a un hermoso árbol de suyo, el más alto y frondoso de varios que allí había, y a paso ligero entraron a la sombra de la quebrada. Lo primero que vieron fue un arroyuelo de aguas cristalinas y luego los centenarios troncos de varios suyos, torcidos y cruzados.
Pasado el momento de la primera impresión, el agua los atrajo. Uno se quitó los llanques, el otro las zapatillas, volaron también los polos y acto seguido se remojaron medio cuerpo, en una lagunita que había construido con piedras Eulogia, hacía tiempo ya; Juaneco contaba riéndose que la moza, de cuando en cuando, desaparecía de la casa y se e iba hasta el ojo de agua para bañarse, porque no quería que nadie la viera.
-- ¿Y dónde está el ojo de agua?-- lanzó su inquietud guardada Christian.
-- Por aquí, ven. De allí sale el agua-- le dijo Juaneco, haciéndole ver, detrás de algunos palos cruzados de suyo, el origen del arroyuelo y el punto exacto donde borboteaba el agua.
Christian se sentía satisfecho. Había sido fabuloso atravesar los terrenos del temple, bajo el sol inclemente, con la boca seca y llegar finalmente al fantástico lugar donde nace el agua. En esa parte del desierto de Mamahuaje el agua manaba del subsuelo, bañando dos gruesas raíces del principal árbol de suyo y allí mismo se originaba el arroyuelo.
-- Acá llegan a tomar agua toda clase de animales-- contó el morenito--. Las huertas que están cerca se riegan con esta agua.
-- Así, no-- dijo un tanto asombrado el de la tez clara--. ¡Ah!, es bien importante.
Una vez que se sintieron descansados y totalmente frescos, los chiquillos coincidieron en que ya era hora de volver a casa, aunque lo harían por una ruta diferente.
Juaneco propuso cruzar la quebrada y enrumbar por un sendero que decía conocer muy bien, asegurándole a su compañerito que saldrían pronto a la carretera; en realidad atravesaron una pampa de cactus y tomaron caminitos de cabra, faldeando y zigzagueando cuesta abajo por unas lomadas. Christian avanzaba lento por la bajada, no así el intrépido párvulo del temple, porque estaba acostumbrado a caminar por esos terrenos secos y escarpados. Así, seguidor y guía llegaron victoriosos a la carretera por la zona de Salinas.
-- Mira, esta es la piedra sal-- dijo Juaneco, tocando una roca blanquecina picada en varias partes por la mano del hombre.
-- ¡Sal de piedra! ¡Como de la mina de sal!-- exclamó Christian, recordando a don Moshe, quien les había contado de las minas de «oro blanco» en la montaña.
Carretera abajo ya rumbo al puente, Juaneco mostró al costeñito la piedra - cajón, una rareza natural que semeja un féretro de tapa plana. Aunque estaba apenas a dos metros de la vía, muchos caminantes ni se daban cuenta de su presencia y alguno que otro la veía solo como un bloque rectangular de piedra.
-- Aquí se echa Eulogia siempre que viene-- refirió Juaneco, recostándose en la piedra de cara al firmamento, cubriéndose del sol con la mano.
-- A ver, yo también me echaré-- pidió turno Christian. Se echó muy contento boca arriba, de costado, boca abajo, encogido, estirado, con los brazos abiertos o cruzados; con tantos acomodos hizo reír a su acompañante.
El río Huacrachuco fluía aparentemente tranquilo, curveando más pegado a la otra banda; los niños caminaban mirando por momentos la playa pedregosa. Hasta que llegaron a Carrizales, un humedal poblado de carrizos que al construirse la carretera había quedado dividido en dos; por ambos lados los carrizos altos y cortos, inclinados, erectos y curvos se movían suavemente brindando aire fresco.
Juaneco iba adelante tocando las ramas de los carrizos que sobresalían de la ribera. Por el otro lado, junto a la acequia, venía Christian con la vista más inquieta: miraba los carrizos por izquierda y derecha, las sombras y el agua que caía hacia el canal, pasando entre los carrizos enraizados en la pared de la carretera.
De súbito el niño de la gorrita marrón descubrió la imagen de la Virgen María en una ventanita perfecta, labrada en la cara lateral plana de una piedra gigante; tal fue su asombro que solo atinó a persignarse y mirarla con humildad.
La imagen religiosa estaba situada a más de dos metros de altura, inalcanzable; era una pequeña estatua de yeso finamente acabada: la mirada bondadosa, la piel lozana, la túnica interior blanca y el ropaje externo color celeste cielo.

¿Era real o una ilusión óptica la virgencita?. Un misterio total. Lo único innegable, demasiado real, es que la ventanita vacía la podía ver cualquiera.
Sintiendo la necesidad de compartir su insólito hallazgo, Christian alcanzó agitado a Juaneco para contarle lo que había visto y entonces retrocedieron emocionados.
-- ¡Oh, es cierto!-- exclamó Juaneco al verla, haciendo la señal de la cruz igual que Christian.
Permanecieron varios minutos contemplando en silencio a la virgencita, con las manitos juntas a la altura del pecho. Luego se persignaron y prosiguieron la marcha, hablando en voz baja, como muestra de respeto por el sitio sagrado.

-- Hemos tenido suerte de ver a la virgencita. Mi mamá dice que cualquiera no la puede ver. Y que no hay que andar contando -- comentó Juaneco.
-- Tenemos un secreto entonces -- expresó de manera solemne Christian.
-- Así es, un secreto que no contaré-- aseguró Juaneco. Dicho esto sellaron el pacto con un apretón de manos.
Mas abajo, cerca a la Cruz de pati, los chicos exploradores avistaron al pisino don Porfirio, el yesero, trabajando en la orilla opuesta del sinuoso Huacrachuco. Allá estaba, cerca de su chocita de palos y ramas, entregado en solitario a la dura jornada; lo vieron con la ropa y la cabeza blanqueada, apilando costales de yeso; de un momento a otro una cortina de polvo blanco cubrió su pequeño campamento, significaba que se había puesto nuevamente a moler el mineral.
-- ¿Ese señor vive ahí?-- quiso saber Christian.
-- Pasa días por acá y se va; hace varias vueltas con burro llevando yeso. Tiene su casa pasando el puente-- le informó Juaneco.
Así estaban conversando cuando comenzaron a escuchar el sonido del tractor oruga, al parecer pasando ya la Cueva de los loros. Juaneco pensó en el almuerzo que su madre tendría listo para los carreteros; Christian imaginó la sorpresa que se llevaría su padre al encontrarlo por allí, pero no se preocupó porque le diría la verdad: que estaba paseando y conociendo sitios con su amigo. Siguieron caminando, volteando de rato en rato para ver la máquina color ocre.
El ruidoso Caterpillar se acercaba lentamente, señoreándose por el centro de la carretera con el lampón a media altura. Detrás venían a pie y libres de carga los trabajadores de casco amarillo, naranja y azul. Y a lo lejos recién aparecía la Toyota blanca del ingeniero Galarzé, supervisor de obras del Ministerio de Transportes.
A la altura de la curva de Limón fueron alcanzados los chiquillos. El grueso tractorista y los demás carreteros se alegraron al verlos, pues les tenían especial cariño. Minutos más tarde el padre de Christian tocaba el claxon de su vehículo anunciando que iba a voltear hacia Limón; en segundos la familia de la carretera estuvo reunida y completa para llegar juntos a la casa de doña Primitiva.

(...)


[*] Continuación del cuento "Los chivitos hambrientos y don Moshe"









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