domingo, 19 de noviembre de 2017

MARIO URTEAGA ALVARADO

La siembra, 1936. Con Los leñadores y El muertito, este óleo formó parte
del conjunto de tres que obtuvo el primer premio en Viña del Mar, Chile, en 1937.

LA VIDA DE LOS AUTÉNTICOS
INDIOS SOBRE EL LIENZO

Mario Urteaga Alvarado (1875 - 1957). Fue un pintor cajamarquino de renombre internacional que retrató fielmente la realidad del campesino. No tuvo un inicio temprano en la pintura, pero el destino se encargó de ponerlo en el camino de los elegidos cuando bordeaba los treinta años y de allí en adelante fue progresando, madurando lentamente, hasta convertirse en uno de los representantes más notables de la escuela pictórica indigenista.
 
Después de desempeñarse algún tiempo como profesor y dos años como tenedor de libros en una hacienda cajamarquina, en 1903 llegó a trabajar en un colegio del Callao, donde comenzó su romance con la pintura. El caballete, los pinceles y las pinturas entraron a su vida para acompañarlo por siempre.
 

El pintor indigenista en su estudio fotográfico
de Cajamarca, a mediados de la
segunda década del siglo XX.
De regreso a Cajamarca, en 1912 se casa y tras dedicarse temporalmente a la fotografía, se trasladó a un fundo que heredó su esposa en Otuzco, lugar en el que se nutre de las costumbres de los campesinos y desarrolla un profundo amor por la naturaleza; allí, en una modesta casa de campo, pinta esporádicamente, con una técnica todavía en fase primaria.
 
Una década después, establecido ya en la ciudad, se comprometió a tiempo completo con la pintura, haciendo prosperar su arte de manera autodidacta. Cuando no estaba frente al caballete, estaba leyendo periódicos y revistas que le llegaban de Lima.
 
Pintaba imágenes religiosas y reproducía cuadros de pintores famosos, hasta que en 1923 lo visita su sobrino José Alfonso Sánchez Urteaga — convertido ya en el pintor Camilo Blas—, quien le habla del surgimiento de una corriente de arte nacionalista que encabezaba José Sabogal. A raiz de esa conversación, Mario se convence de que tenía un talento sobresaliente y que había llegado el momento de crear obras personales.
 
Así fue como comenzó a componer escenas campesinas que más tarde los entendidos dirían que son «copia fiel de la realidad», porque muestran los espontáneos gestos de los indios y el realismo mágico de sus costumbres. El también pintor autodidacta Teodoro Núñez Ureta dijo que Urteaga hizo conocer al mundo entero «los indios más indios que jamás se han pintado».
 
Su primera exposición en Lima, allá por 1934, le permitió hacerse conocido y no tardó en brillar con luz propia. En 1936 ganó un concurso en Viña del Mar (Chile). En 1945 fue premiado en San Francisco, California. Y fue el primer peruano en tener una obra en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Siguieron muchas exposiciones más en el país y en el extranjero.
 
Entre sus óleos más famosos están: Después de la faena, La riña, Tejedor de ponchos, Entierro de un hombre ilustre, Los leñadores, El muertito, Los adoberos, Día de pago, La siembra, La trilla, La siega, Fiesta campesina, La saca de papas, Patio de hacienda, Primer corte de pelo, Baile familiar, La procesión de San Lucas de Otuzco, Captura del abigeo, El beso, Entierro de veterano en Cajamarca, Maternidad, El curandero.
 
En su obra destacan la belleza del paisaje, la riqueza individual de los personajes y el valor de las costumbres de los indios. Según el antropólogo Fernando Silva Santisteban: «Mario Urteaga, es uno de los pintores peruanos más sugerentes y originales y representa un valor muy particular en el panorama de la pintura moderna de Latinoamérica, su arte nace libre y espontáneo como una flor silvestre, lejos de toda afectación anecdótica (...) Hizo del indígena cajamaquino el motivo esencial de su pintura; vivió cerca de él y lo pintó con afecto y comprensión profundamente humana».
 
En 1957, a los 82 años, falleció en su natal Cajamarca el artista que se introdujo en el mundo andino y logró extraer de él las imágenes más auténticas del campesino en su quehacer cotidiano.

 
La riña, 1923.
Después de la faena, 1920.
  
La trilla.
Fiesta campesina.

 
Entierro de un hombre ilustre, 1936. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
   
Entierro de veterano en Cajamarca.
Los adoberos, 1937.

La captura del abigeo, 1940.

Primer corte de pelo ( o Landaruto)
 

viernes, 17 de noviembre de 2017


 
ÁLBUM DE FOTOS
 
 Mi historia comienza tarde y termina pronto
en las páginas de un álbum setentero,
donde mis padres y tres niños
se mueven aprisa del blanco y negro
a la revolución de los colores.
 
La sólida puerta del libro se levanta y cae
escondiendo el anverso más reconocido del estante.
Me hallo en el templo de los momentos capturados.
Los anfitriones están vivos en el primer salón de la galería.
Un viejo negativo de los patriarcas del XIX
y los retratos de mis abuelos en traje de gala
provocan que mis ojos se internen en situaciones grises
y que se encienda la luz en el rincón de los recuerdos.
 
Las hojas se someten a la dictadura de mi mano derecha.
Los cuadros pasan lentamente por mi cabeza.
Ojeo el gesto severo de mi padre profesor
mordiendo el frío en la quebrada de Llanganuco,
las manos de mamá esquilando un carnero en Huacrachuco,
la risa y el saludo con sombrero de ambos en la campiña,
y la muda de ropa en la ruta del campo a la ciudad.
En Trujillo se estableció la familia a dibujos con tiza y a colores;
me he reconocido gringuito, moviendo la hamaca de papá.
 
¡Oh mi casa! ¡Oh mis hermanitas Samantha y Pilar!
En mi casa norteña siguen felices sus inquilinos móviles.
Cuántos familiares se turnaron en las instantáneas
y cuántos niños perennizaron en el espacio de juegos su risa,
cerca de las dalias, rosas y flores de campanilla,
delante de los retoños del durazno y del manzano.
Extraño mi casa grande donde tuve una infancia amarilla
y donde Coquito se sentía como en la escuela.
 
!Oh mi patio-jardín! ¡Oh mis compañeritos chaposos!
Mis recuerdos se arrojan a las fotos, al patio de la casa.
Y me veo jugando a saltar la soga, a la ronda, a la chapada,
a la rayuela con cabeza redonda y cuerpo de cajones.
Teníamos un árbol grueso con un hueco para guardar «oro»
y un muro bajito en ele que era como un fortín
donde se protegían los sueños de los niños como yo.
En el patio-jardín estaba el mundo,
en el columpio del pacay se balanceaba la risa de todos.
 
Las fotografías en mi jardín son obras de arte
con angelitos en movimiento.
Allí estoy, ya saltando de alegría con Lassie,
ya meciéndome en el columpio
donde me hice amigo de la línea curva,
y allí están los piratas imberbes en la isla del tesoro,
los novatos boy scouts en noble acción social,
las princesas y heroínas con aroma a manzanilla,
las pitusas apuntando a los frutos, a las rosas, al ruiseñor,
llenando de juego el cuadro impresionista.
 
Del álbum se han volteado las últimas hojas,
donde alguna vez dio saltos y se escondió mi niñez.
Por allí ya no estoy silbando, en escena
sólo están mis padres y otros queridos viejos.
No importa, fui otra vez feliz en el vaivén del columpio.
Y cierro contento el libro, despacio, midiendo el tiempo,
como para que nadie quede afuera.
 
 
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martes, 14 de noviembre de 2017

 

LA MITAD DIFERENTE

La mitad del todo mostrado no está sola.
Otras mitades guardan secretos.
Y hay repeticiones de esas mitades
que reproducen el todo público,
el escrutado entero perceptible.
Aunque juntas forman el todo perfecto,
las mitades no son exactamente iguales.
Son relativas y dispares entre sí.
 
La matemática no encuentra la unidad,
se enfrenta a la proclama de un quebrado:
una mitad por dos no completa el mapa original.
El plano cardinal sagital separa magnitudes inexactas,
igual que el corte coronal divide las orejas desiguales.

Toda mitad es diferente a su pareja.
En el amor, la mitad es uno y la unidad es dos.
La media naranja no es la mitad sino el complemento.
Las mitades no iguales se buscan, se atraen, se sueñan,
se magnetizan en el aire, en el agua, en tierra firme,
se juntan en un beso que forma el todo.
Y no hay todo más perfecto
que la unidad que sellan con un beso
cuatro labios enamorados.
 
No hay forma de conocer el todo absoluto.
Siempre habrá una parte desconocida,
una historia oculta, una escurridiza pieza clave
que perteneciendo a una mitad y al entero,
se aleje de los sentidos y permanezca perdida,  
 tal vez protegida detrás de un solitario portal.
Asusta descubrir el rostro equis del todo,
las cuentas en rojo, los misteriosos signos
alojados en lo externo o en lo interno,
en las mitades derecha o izquierda,
en el plato viajero que se va por el multiverso.
 
¡El hombre en alerta roja!
Lo atemoriza, lo apoca, lo subleva
que se conozca su mitad oscura,
su vida paralela,
la parte de su mundo íntimo
moldeado a tiempo parcial por errores y pasiones.
!Qué terrible la tempestad interior!
La lucha de los yoes por el máximo espacio,
por el poder en la profunda caverna interna
donde grita el yo encadenado, el yo reprimido,
donde es feliz el yo oculto
y donde goza de libre albedrío el más temido yo:
el yo desconocido.
Aquel capaz de lanzar rugidos de fiera a un mes luz,
el que puede saltar a la palestra solo un minuto
y deshacer las ataduras, romper las alegrías,
dinamitar toda regla de convivencia,
herir con huracanado impulso el hincado amor,  
reducir a cenizas los pactos por la paz,
destruir la casa del yo responsable y diplomático,
la obra del yo autocontrolado;
es esa la mitad opuesta del yo de vanguardia,
la otra cara del yo tolerante,
la bestia que nadie debiera conocer jamás.
 
¿Qué es el todo absoluto?
Es la armonía de dos mitades:
partes desiguales, complementos perfectos.
¿Qué es el ser absoluto?
Es el recipiente compartido por los yoes,
por los opuestos en resistencia,
por los distintos unidos.


 
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