sábado, 7 de septiembre de 2013






VIAJE DE 100 PARADAS HACIA MONZÓN
Crónica, 1993
     Pasamos Ticlio, La Oroya, Huánuco, todo -- como se suele decir-- «sin mayores contratiempos»; claro que ello sería totalmente cierto, si se asume como normal que a uno le pidan cigarrillos para que le devuelvan la libreta electoral en los puestos de control de la Policía Nacional.

     Las latas del ómnibus se helaron, el frío calaba en las rodillas, algunos viajeros no podíamos siquiera dormitar. La invernal noche remecía a todos por igual, pero como las horas vuelan el frío acabó con el canto de los gallos. Al amanecer el clima era otro, la vista otra, el viaje estaba por llegar a su punto crítico: el destino final.

     En la selva la humedad nocturna es eterna. Las ramas, piedras, calaminas de Tingo María, amanecen mojadas por el sereno, pero pronto la estrella del día lo seca todo, de arriba hacia abajo y de lo superficial a lo más profundo.

     Para alguien que por primera vez visita tierras tropicales todo es impresionante, desde el verdor en las márgenes de la carretera hasta la fugaz comodidad en los mototaxis. Como en cualquier metrópoli, a las seis y media de la mañana, en Tingo María decenas de hombres y mujeres han empezado ya a ganarse los nuevos soles, con « buenos días» y « gracias».

      No es necesario que uno sea ducho en Antropología, Linguística o Fonética para concluir que son peculiares características de los pobladores el parlar en voz alta y mostrarse siempre alegres.

     En medio de ese fascinante momento cultural, la noticia llega en moto: «Nos vamos a Monzón en una camioneta rural, no hay otra manera de llegar en ocho horas». ¿Ocho horas?. ¡Dios mío, líbrame!.

      Cuando a uno lo llevan de invitado no hay opción, simplemente tiene que dejarse arrastrar por la corriente, aunque de sobra se sepa que anguilas eléctricas podrían aparecer en cualquier momento; felizmente me mantuve en mis límites, entre tenso y sereno, pero el viaje por sí mismo fue terrible.

      Las torrenciales lluvias durante el invierno y las camionetas, muy cargadas de mercancía y pasajeros, habían convertido la carretera en un lodazal interminable, con zanjas por doquier. Así, llegar a Monzón en el mes de abril  resultó penoso y hasta heroico.

      Más de ochenta veces los varones nos bajamos a empujar o jalar con soga el sobrepesado vehículo. Las mujeres por su parte reían, otras veces se asustaban, pero jamás empujaron un centímetro la camioneta; era comprensible, después de todo las damas no tenían razón para ensuciarse siquiera los zapatos, ¡dónde hubiera quedado en caso contrario la caballerosidad de los huanuqueños!.

      Un hecho curioso y a la vez sintomático a lo largo de la ruta: cada vez que el carro se atollaba en una zanja por más de tres minutos, aparecían niños vendedores de frutas o señoras que ofertaban chicharrones y choclos con queso. Quizás es cierto que en estos casos los bocados alimenticios alivian las tensiones, el descontento justificado; porque varios, después de comer, mostraron caras algo felices.

      Episodios por narrar son muchos, destacando entre éstos los que suceden a diario en los puestos de control del Ejército, que se hallan en número de diez en la vía Tingo María-Monzón. En tales puestos, hombres y mujeres jóvenes son tratados por los militares cual si fueran presuntos subversivos o parte de la mafia del narcotráfico y, sin dar una razón coherente, piden la famosa «colaboración» ( 50 céntimos o un nuevo sol ) de manera imperativa.

      Lo penoso de estos sucesos cotidianos en la zona es que estos uniformados apenas cuentan con 17 ó 18 años de edad. Al margen de que su carácter debe ser fuerte, acorde al clima de violencia en el país y a lo que demanda de ellos la estrategia antisubversiva, lo primero que debieron aprender en este servicio militar obligatorio es que se deben a los civiles y por ende los tienen que respetar; mientras que a los subversivos deben combatirlos en su propio terreno, con inteligencia.

    Estos «morocos» (soldados inexpertos) no han sido bien enseñados, desconocen su verdadero rol de soldados de la patria; están atrapados en un sistema impregnado de antivalores impuesto por la mafia local. Se entusiasman cuando ven dólares y logran desprender algún billete con la anuencia temerosa de su descuidado propietario. Son conscientes que el narcotráfico reina en la zona y no pueden, ni remotamente, saber quienes no tienen nada que ver con la verde telaraña de la coca y la droga.

      Lanzando críticas en voz baja, habiendo pagado o no la colaboración, volvíamos algo tensos a la camioneta pick up, a seguir saltando en los baches, a bajarnos de ella cada vez que la llanta se hundía y daba vueltas en el mismo sitio.

      En sus conversaciones, los pasajeros citaban nombres de diversos poblados que -- hoy sé-- pertenecen al distrito de Monzón, como Palo Acero, Maravillas, Sachavaca, Bella, Manchuria, Chipaco, Cachicoto y Pista Loli, por ejemplo. Las palabras iban y venían, los techos de calamina se veían en algunas lomas y conjuntos de hasta seis casas se encontraban de rato en rato.

      La noche llegó sin ser recibida con expresiones de elogio; el malestar de los viajeros derivaba constantemente en resignación.

      Finalmente, después de más o menos 100 paradas, golpeados, sucios y sin ganas de hacer otro viaje similar en pocos días, llegamos a la capital de Monzón a las ocho de la noche; no luego de ocho horas como se pensaba, sino de ¡doce horas!. Todos los viajantes nos alegramos al pisar el suelo de nuestro destino final; apurados, fuimos desapareciendo, me pareció, mejor dicho no vi, que nadie le mostrara  complacencia ni agradeciera al chofer o a su ayudante; cada quien con su carga y adiós.

      Tras la mitad de un día en la accidentada ruta, no hay nada más agradable que ver a la esposa, al esposo, a los amigos o a la persona que uno ha venido a ver desde muy lejos. Esto último fue mi caso.

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