LA POSESIÓN DEL SUPAY *
Cuento andino
I
Se conocían desde niños. Se habían visto crecer. Ella era la camayita de su familia y él iba también a pastear ovejas en las alturas de Huanchay (Huacrachuco, Marañón, Huánuco), cuando su mamá no podía hacerlo. Arriba se hicieron amiguitos, rodeando y arreando su rebaño; se convidaban el fiambre, entre risas inocentes jugaban haciendo casitas de piedra u ollitas de barro, recogían a ganadas las mullacas, juntos armaban hornitos para asar las papas crudas que llevaban, en fin, ambos congeniaban muy bien.
Conocieron los rincones de la puna huanchaysina, desde Gallán hasta Shampumay; un día se iban por Cabrito Pampa, otro día por la cuesta de Lengua de Imán hacia la zona de Atogpampa y Estribo, y al siguiente día estaban por la vertiente Llullaco, Bella Pampa y Cueva Oscura. En tanto el ganado se alimentaba, ellos acompañados por sus perritos iban hasta Piedra Punta y paseando por la cima llegaban a ver la hermosa laguna Chakpilanco; desde la altura contemplaban el maravilloso panorama de Huanchay, su pueblo querido que parecía estar como escondido en un pedacito de la inmensa naturaleza que tenían ante sus ojos.
De vez en cuando se juntaban varias pastorcitas y camayitos en cualquier pampita o en el lomo de algún cerro, desde donde controlaban visualmente el lento desplazamiento de su ganado por los extensos campos de pastos naturales; por su edad, entre los diez y los doce años, tenían intereses y curiosidades similares, pero eran responsables, por ello jugaban un rato y después se separaban con todo y rebaño. Los niños solían jugar a las bolitas o se entretenían cantando algún huainito o tocando flauta. A las niñas les gustaba saltar sobre el mundo, aunque disfrutaban más buscando huagancos, huilla huillas, clavelinas, lindas flores silvestres para adornar sus sombreros; la única que no recogían era la flor de mancanto, dada su hermosura se quedaban un rato admirándola, la acariciaban y luego la dejaban reinando en su hábitat. Al avanzar la tarde, el grupo se dispersaba, pero Pablo y Emilia siempre se mantenían cerca, una simpatía infantil los unía; las camayas grandes los veían desde lejos sin inmutarse, mientras hilaban lana con el huso girador.
Como nada es permanente en la vida, las circunstancias cambiaron, les creció la edad y se distanciaron. Antes de cumplir los trece años él ya estaba plenamente entregado con su padre al trabajo duro de la chacra, lampeando, deshierbando, ayudándolo a construir cercos para el ganado o a levantar murallas de tapial. Y ella, su menor por un año, continuó dedicándose al pastoreo, igual que otras muchachitas huanchaysinas. Cada vez se veían menos y de pura casualidad: él la encontraba con la vista cuando transitaba por los caminos de puna; ella lo hallaba entre los grandes, trabajando en alguna de las mingas vecinales.
El distanciamiento se convirtió casi en olvido cuando el jovencito Pablo comenzó a viajar a la selva con su padre, para trabajar como chacareros en Shunté y en mismo Tocache (San Martín). Dejando a la esposa y otros dos pequeños, el viejo se lo llevaba. Después de unos meses adentro salían a la sierra, trayendo coca, sal, achiote, plátanos; hacían los trabajos de siembra o cosecha en la pequeña parcela familiar que tenían por el sector de Ciénaga, en la parte baja de Huanchay, y se regresaban de nuevo al monte, arreando chanchos para la venta y llevando en un burrito maíz, alverja, papas para el trueque y su consumo. Se rumoreaba que habían rozado y quemado un pedazo de monte para abrir su propia chacrita en Shunté; el viejo decía que no siempre vivirían trabajando como peones. Así pasaron varios años.
De viaje en viaje, con la mente ocupada solo en los trabajos por hacer, Pablo ganó estatura y desarrolló un cuerpo musculoso. Y Emilia, ausente de él por cuatro años, siempre risueña entre sus amigas camayas, continuaba arreando y pasteando sus ovejas y cabras, sin tomar plena conciencia de que se había convertido ya en una mujer; en verdad, su hermosura pasaba desapercibida porque se vestía de manera sencilla.
El porte y los dieciocho años de Pablo eran motivo de comentarios entre los vecinos; algunas chiquillas lo miraban inquietas, él se daba cuenta que les resultaba atractivo, pero como eran muy menores no estaba interesado; los padres que tenían hijas adolescentes lo miraban con algo de recelo cuando se acercaba a sus viviendas, cuidaban la soltería de las mujercitas hasta que tuvieran «edad de merecer». Él ni pensaba en galantear a alguien, era un joven cuya vida giraba en torno al trabajo del campo, caminaba rápido, saludaba amablemente a sus mayores y se pasaba de largo. Hasta el día en que volvió a encontrarse cara a cara con su amiguita de la infancia.
A Emilia le habían contado que Pablo estaba de regreso en Huanchay y que andaba a trote por los caminos. Las camayas decían que «estaba guapísimo»; ella se hacía la distraída y de tanto que escuchaba, murmuraba: «chinas, de lejos hablan, mirando cholos pastean». Su fastidio era solo momentáneo, porque normalmente se la veía alegre; aunque, por otro lado, poco a poco le iba gustando también la idea de ver a Pablo. Lo imaginaba con su cara de niño bueno y obviamente más alto, pero jamás pensó que al tenerlo cerca ni lo reconocería: ella vio a un hombre extraño pasando por el camino de puna y de no ser porque éste la saludó llamándola «Emi» -- como la nombraban de niña, antes de pasar a ser «Emicha»--, ni caso le habría hecho.
-- ¡Emi, amiguita Emi, cómo has estado!. De tiempo que nos encontramos-- le dijo Pablo, entusiasmado.
-- Acá pue, con mis borreguitas siempre. Poray ando, por onde hay pasto, tú sabes-- contestó Emiliana, tratando de esquivar la mirada varonil con la ayuda de su sombrero de lana.
La voz de su amigo había engrosado, andaba con un llamativo sombrero de paño gris y un poncho color melón con rayas marrones, que tirado para atrás sobre su hombro dejaba ver una camisa de franela de cuadros negros y blancos, una correa de hebilla grande, un pantalón de gabardina azul y los típicos llanques de caucho; ninguna de las prendas era nueva, sin embargo se veían casi como tales. Parecía un forastero, un desconocido que tal vez venía de Huancaspata o de Huacrachuco a visitar a la familia Herrera de la altura; lo miraba de costado, entre asombrada y confundida, por un momento creyó que Pablo había cambiado demasiado, pero al ratito en su rostro bronceado encontró los ojos negros y la risa del pastorcito que recordaba.
Emilia se sintió pequeña, desvalida y hasta nerviosa frente a él. Lo veía como un hombre de mundo: trajinado, cargado de experiencias y anécdotas vividas en lejanas tierras, vigoroso, apuesto, con aplomo y simpático. A medida que le conversaba, una extraña sensación empezó a recorrer su mente y cuerpo; nunca había sentido algo así. A él le pasaba algo parecido, experimentaba una emoción creciente al escuchar la voz musical e ir descubriendo en mágicos instantes el brote de la risa en aquellos labios que ya no eran de niña. Una relación distinta nacía entre ambos.
Desde esa vez se hizo frecuente que en algún momento del día llegara él por donde estuviera pasteando ella. De lejos, las otras camayas los veían conversando y bromeaban agrandando la historia. Sin que sepan sus padres, Emilia comenzó a llevar ropa de cambio en su lliclla: una blusa clara, una chompa púrpura que ella misma se había tejido y una pollera de bayeta azul bordada de flores amarillas, rosadas y rojas con el corazón de diversos matices, copiadas de la realidad con sus cáliz y ramitas verdes: quería verse más linda para él. La primavera estaba terminando en Huanchay, mas el territorio del amor naciente comenzaba a mostrar su gama de verdes.
Sabiendo que las otras camayas estaban cada vez más atentas a su aparición, él procuraba llegar sin ser visto y después llamaba a su amiga sigilosamente hacia el lugarcito donde estaba como protegido de las miradas extrañas; ella le hacía caso. En cada encuentro, la parejita se regalaba minutos de feliz conversación; Pablo la recorría visualmente, encontrándola más y más bella; le salían frases bonitas que no había pronunciado nunca. A Emilia le agradó el cortejo de aquel joven guapo y risueño, que hasta hace poco nomás era solo su amiguito de la niñez.
-- ¡Vaya, qué bonita estás!-- se atrevió a decirle una tarde.
-- ¡Qué cosas dices!. ¡Si mi papá escuchara, Pablo, seguro te daría tu maja!-- replicó ella, bajando la mirada y tocándose suavemente las trenzas sobre su pecho.
-- De verdad, eres linda como una flor, Emichita-- la piropeó de nuevo. Ella se quedó quieta y en silencio, brindándole como primera respuesta la ternura de sus bonitos ojos pardos.
-- Tú también estás buen mozo-- dijo luego, reaccionando al estímulo amoroso.
El sombrero femenino dejó de existir, el mundo se detuvo para ellos, las manos se tocaron suavemente, los cuerpos se atrajeron, las caras se inclinaron acercándose y los labios aprendieron rápidamente las variantes del beso. Así surgió el amor y crecería hasta hacerse permanente como el ichu en las punas.
II
Su romance era lindo, pero a escondidas. Él quería pedir la mano de Emilia, pero ella tenía miedo que su padre lo rechazara, porque este quería que su hermosa hija mayor se casara con algún huacrachuquino de buena posición; aunque buen chacarero, Pablo no era un buen partido: era pobre. Los enamorados convinieron en continuar su amor clandestino y si más adelante, cuando ya no pudieran ocultarlo y hubiera mucha oposición a su relación, estaban dispuestos a fugarse a Shunté.
Hubo voces que le hicieron saber al interesado padre que Emilia se estaba viendo en secreto con un muchacho. Al descubrir quién era, se encolerizó tanto que enseguida fue a la casa de los padres de Pablo a reclamar por la supuesta falta de respeto a su familia; decía que su hija era una chica decente y que Pablo estaba actuando muy mal, pareciéndole que pretendía burlarse de ella; no obstante saber que era muy trabajador, llegó a manifestar que como era un pobretón no tendría con qué mantenerla; consideraba que era un cholo atrevido e irrespetuoso, porque estaba encontrándose con Emilia sin haberse presentado siquiera en su casa como lo haría un pretendiente digno. Los padres de Pablo no sabían nada del asunto; trataron de calmar al iracundo papá diciéndole que Pablo era un buen hijo, que lo disculpara, que le diera la oportunidad de hablar para arreglar las cosas, que comprendiera también a su propia hija; le recordaron que Pablo y Emilia eran amigos desde niños y que si se enamoraron sería difícil separarlos; el padre de ella simplemente no entendía razones, se sentía bastante ofendido.
-- ¡No lo quiero como yerno!-- expresó terminante y se retiró igual de descontrolado como había llegado.
Al escuchar lo acontecido, Pablo sintió un dolor profundo en el pecho: el rechazo de la familia de su amada le causó una tremenda herida interna. Sus padres le dijeron que tal vez sería mejor que se alejara de la muchacha, total ya tenían planeado mudarse con todo para Shunté; él escuchó a sus padres confundido y triste, sin emitir palabra alguna.
Varios días no salió de su vivienda. Después de mucho pensar llegó a la conclusión que no podría vivir lejos de Emilia; además estaba seguro que ella lo amaba de verdad y que la haría sufrir demasiado si se iba dejándola. Motivado por ese gran amor enrumbó hacia los pastizales, pero no la vio por ninguna parte. Emilia ya no pasteaba, sus padres encargaban las borregas a una vecina pastora y a ella la mantenían ocupada en diversos quehaceres de la casa; el padre vigilaba de reojo los caminos, la madre estaba siempre cerca de ella.
Pero como la fuerza del amor rompe toda barrera, abre todo candado y crea posibilidades aún en los espacios imposibles, Pablo tendría una oportunidad de oro para volverla a ver. Un día que se fue con su mamá a Huacrachuco, se le ocurrió un plan fantástico; para hacerlo realidad compró carmelos de colores y galletas de soda.