sábado, 24 de agosto de 2019


LA POSESIÓN DEL SUPAY *
Cuento andino


I

Se conocían desde niños. Se habían visto crecer. Ella era la camayita de su familia y él iba también a pastear ovejas en las alturas de Huanchay (Huacrachuco, Marañón, Huánuco), cuando su mamá no podía hacerlo. Arriba se hicieron amiguitos, rodeando y arreando su rebaño; se convidaban el fiambre, entre risas inocentes jugaban haciendo casitas de piedra u ollitas de barro, recogían a ganadas las mullacas, juntos armaban hornitos para asar las papas crudas que llevaban, en fin, ambos congeniaban muy bien.

Conocieron los rincones de la puna huanchaysina, desde Gallán hasta Shampumay; un día se iban por Cabrito Pampa, otro día por la cuesta de Lengua de Imán hacia la zona de Atogpampa y Estribo, y al siguiente día estaban por la vertiente Llullaco, Bella Pampa y Cueva Oscura. En tanto el ganado se alimentaba, ellos acompañados por sus perritos iban hasta Piedra Punta y paseando por la cima llegaban a ver la hermosa laguna Chakpilanco; desde la altura contemplaban el maravilloso panorama de Huanchay, su pueblo querido que parecía estar como escondido en un pedacito de la inmensa naturaleza que tenían ante sus ojos.

De vez en cuando se juntaban varias pastorcitas y camayitos en cualquier pampita o en el lomo de algún cerro, desde donde controlaban visualmente el lento desplazamiento de su ganado por los extensos campos de pastos naturales; por su edad, entre los diez y los doce años, tenían intereses y curiosidades similares, pero eran responsables, por ello jugaban un rato y después se separaban con todo y rebaño. Los niños solían jugar a las bolitas o se entretenían cantando algún huainito o tocando flauta. A las niñas les gustaba saltar sobre el mundo, aunque disfrutaban más buscando huagancos, huilla huillas, clavelinas, lindas flores silvestres para adornar sus sombreros; la única que no recogían era la flor de mancanto, dada su hermosura se quedaban un rato admirándola, la acariciaban y luego la dejaban reinando en su hábitat. Al avanzar la tarde, el grupo se dispersaba, pero Pablo y Emilia siempre se mantenían cerca, una simpatía infantil los unía; las camayas grandes los veían desde lejos sin inmutarse, mientras hilaban lana con el huso girador.

Como nada es permanente en la vida, las circunstancias cambiaron, les creció la edad y se distanciaron. Antes de cumplir los trece años él ya estaba plenamente entregado con su padre al trabajo duro de la chacra, lampeando, deshierbando, ayudándolo a construir cercos para el ganado o a levantar murallas de tapial. Y ella, su menor por un año, continuó dedicándose al pastoreo, igual que otras muchachitas huanchaysinas. Cada vez se veían menos y de pura casualidad: él la encontraba con la vista cuando transitaba por los caminos de puna; ella lo hallaba entre los grandes, trabajando en alguna de las mingas vecinales.

El distanciamiento se convirtió casi en olvido cuando el jovencito Pablo comenzó a viajar a la selva con su padre, para trabajar como chacareros en Shunté y en mismo Tocache (San Martín). Dejando a la esposa y otros dos pequeños, el viejo se lo llevaba. Después de unos meses adentro salían a la sierra, trayendo coca, sal, achiote, plátanos; hacían los trabajos de siembra o cosecha en la pequeña parcela familiar que tenían por el sector de Ciénaga, en la parte baja de Huanchay, y se regresaban de nuevo al monte, arreando chanchos para la venta y llevando en un burrito maíz, alverja, papas para el trueque y su consumo. Se rumoreaba que habían rozado y quemado un pedazo de monte para abrir su propia chacrita en Shunté; el viejo decía que no siempre vivirían trabajando como peones. Así pasaron varios años.

De viaje en viaje, con la mente ocupada solo en los trabajos por hacer, Pablo ganó estatura y desarrolló un cuerpo musculoso. Y Emilia, ausente de él por cuatro años, siempre risueña entre sus amigas camayas, continuaba arreando y pasteando sus ovejas y cabras, sin tomar plena conciencia de que se había convertido ya en una mujer; en verdad, su hermosura pasaba desapercibida porque se vestía de manera sencilla.

El porte y los dieciocho años de Pablo eran motivo de comentarios entre los vecinos; algunas chiquillas lo miraban inquietas, él se daba cuenta que les resultaba atractivo, pero como eran muy menores no estaba interesado; los padres que tenían hijas adolescentes lo miraban con algo de recelo cuando se acercaba a sus viviendas, cuidaban la soltería de las mujercitas hasta que tuvieran «edad de merecer». Él ni pensaba en galantear a alguien, era un joven cuya vida giraba en torno al trabajo del campo, caminaba rápido, saludaba amablemente a sus mayores y se pasaba de largo. Hasta el día en que volvió a encontrarse cara a cara con su amiguita de la infancia.

A Emilia le habían contado que Pablo estaba de regreso en Huanchay y que andaba a trote por los caminos. Las camayas decían que «estaba guapísimo»; ella se hacía la distraída y de tanto que escuchaba, murmuraba: «chinas, de lejos hablan, mirando cholos pastean». Su fastidio era solo momentáneo, porque normalmente se la veía alegre; aunque, por otro lado, poco a poco le iba gustando también la idea de ver a Pablo. Lo imaginaba con su cara de niño bueno y obviamente más alto, pero jamás pensó que al tenerlo cerca ni lo reconocería: ella vio a un hombre extraño pasando por el camino de puna y de no ser porque éste la saludó llamándola «Emi» -- como la nombraban de niña, antes de pasar a ser «Emicha»--, ni caso le habría hecho. 

-- ¡Emi, amiguita Emi, cómo has estado!. De tiempo que nos encontramos-- le dijo Pablo, entusiasmado.

-- Acá pue, con mis borreguitas siempre. Poray ando, por onde hay pasto, tú sabes-- contestó Emiliana, tratando de esquivar la mirada varonil con la ayuda de su sombrero de lana.

La voz de su amigo había engrosado, andaba con un llamativo sombrero de paño gris y un poncho color melón con rayas marrones, que tirado para atrás sobre su hombro dejaba ver una camisa de franela de cuadros negros y blancos, una correa de hebilla grande, un pantalón de gabardina azul y los típicos llanques de caucho; ninguna de las prendas era nueva, sin embargo se veían casi como tales. Parecía un forastero, un desconocido que tal vez venía de Huancaspata o de Huacrachuco a visitar a la familia Herrera de la altura; lo miraba de costado, entre asombrada y confundida, por un momento creyó que Pablo había cambiado demasiado, pero al ratito en su rostro bronceado encontró los ojos negros y la risa del pastorcito que recordaba.

Emilia se sintió pequeña, desvalida y hasta nerviosa frente a él. Lo veía como un hombre de mundo: trajinado, cargado de experiencias y anécdotas vividas en lejanas tierras, vigoroso, apuesto, con aplomo y simpático. A medida que le conversaba, una extraña sensación empezó a recorrer su mente y cuerpo; nunca había sentido algo así. A él le pasaba algo parecido, experimentaba una emoción creciente al escuchar la voz musical e ir descubriendo en mágicos instantes el brote de la risa en aquellos labios que ya no eran de niña. Una relación distinta nacía entre ambos.

Desde esa vez se hizo frecuente que en algún momento del día llegara él por donde estuviera pasteando ella. De lejos, las otras camayas los veían conversando y bromeaban agrandando la historia. Sin que sepan sus padres, Emilia comenzó a llevar ropa de cambio en su lliclla: una blusa clara, una chompa púrpura que ella misma se había tejido y una pollera de bayeta azul bordada de flores amarillas, rosadas y rojas con el corazón de diversos matices, copiadas de la realidad con sus cáliz y ramitas verdes: quería verse más linda para él. La primavera estaba terminando en Huanchay, mas el territorio del amor naciente comenzaba a mostrar su gama de verdes.


Sabiendo que las otras camayas estaban cada vez más atentas a su aparición, él procuraba llegar sin ser visto y después llamaba a su amiga sigilosamente hacia el lugarcito donde estaba como protegido de las miradas extrañas; ella le hacía caso. En cada encuentro, la parejita se regalaba minutos de feliz conversación; Pablo la recorría visualmente, encontrándola más y más bella; le salían frases bonitas que no había pronunciado nunca. A Emilia le agradó el cortejo de aquel joven guapo y risueño, que hasta hace poco nomás era solo su amiguito de la niñez. 

-- ¡Vaya, qué bonita estás!-- se atrevió a decirle una tarde.

-- ¡Qué cosas dices!. ¡Si mi papá escuchara, Pablo, seguro te daría tu maja!-- replicó ella, bajando la mirada y tocándose suavemente las trenzas sobre su pecho.

-- De verdad, eres linda como una flor, Emichita-- la piropeó de nuevo. Ella se quedó quieta y en silencio, brindándole como primera respuesta la ternura de sus bonitos ojos pardos.

-- Tú también estás buen mozo-- dijo luego, reaccionando al estímulo amoroso.

El sombrero femenino dejó de existir, el mundo se detuvo para ellos, las manos se tocaron suavemente, los cuerpos se atrajeron, las caras se inclinaron acercándose y los labios aprendieron rápidamente las variantes del beso. Así surgió el amor y crecería hasta hacerse permanente como el ichu en las punas.


II


Su romance era lindo, pero a escondidas. Él quería pedir la mano de Emilia, pero ella tenía miedo que su padre lo rechazara, porque este quería que su hermosa hija mayor se casara con algún huacrachuquino de buena posición; aunque buen chacarero, Pablo no era un buen partido: era pobre. Los enamorados convinieron en continuar su amor clandestino y si más adelante, cuando ya no pudieran ocultarlo y hubiera mucha oposición a su relación, estaban dispuestos a fugarse a Shunté. 

Hubo voces que le hicieron saber al interesado padre que Emilia se estaba viendo en secreto con un muchacho. Al descubrir quién era, se encolerizó tanto que enseguida fue a la casa de los padres de Pablo a reclamar por la supuesta falta de respeto a su familia; decía que su hija era una chica decente y que Pablo estaba actuando muy mal, pareciéndole que pretendía burlarse de ella; no obstante saber que era muy trabajador, llegó a manifestar que como era un pobretón no tendría con qué mantenerla; consideraba que era un cholo atrevido e irrespetuoso, porque estaba encontrándose con Emilia sin haberse presentado siquiera en su casa como lo haría un pretendiente digno. Los padres de Pablo no sabían nada del asunto; trataron de calmar al iracundo papá diciéndole que Pablo era un buen hijo, que lo disculpara, que le diera la oportunidad de hablar para arreglar las cosas, que comprendiera también a su propia hija; le recordaron que Pablo y Emilia eran amigos desde niños y que si se enamoraron sería difícil separarlos; el padre de ella simplemente no entendía razones, se sentía bastante ofendido.

-- ¡No lo quiero como yerno!-- expresó terminante y se retiró igual de descontrolado como había llegado.

Al escuchar lo acontecido, Pablo sintió un dolor profundo en el pecho: el rechazo de la familia de su amada le causó una tremenda herida interna. Sus padres le dijeron que tal vez sería mejor que se alejara de la muchacha, total ya tenían planeado mudarse con todo para Shunté; él escuchó a sus padres confundido y triste, sin emitir palabra alguna. 

Varios días no salió de su vivienda. Después de mucho pensar llegó a la conclusión que no podría vivir lejos de Emilia; además estaba seguro que ella lo amaba de verdad y que la haría sufrir demasiado si se iba dejándola. Motivado por ese gran amor enrumbó hacia los pastizales, pero no la vio por ninguna parte. Emilia ya no pasteaba, sus padres encargaban las borregas a una vecina pastora y a ella la mantenían ocupada en diversos quehaceres de la casa; el padre vigilaba de reojo los caminos, la madre estaba siempre cerca de ella.

Pero como la fuerza del amor rompe toda barrera, abre todo candado y crea posibilidades aún en los espacios imposibles, Pablo tendría una oportunidad de oro para volverla a ver. Un día que se fue con su mamá a Huacrachuco, se le ocurrió un plan fantástico; para hacerlo realidad compró carmelos de colores y galletas de soda.

--¿Silvito, quieres caramelo?. Ven, te voy regalar-- le ofreció a un niñito con el que tenía confianza y que para suerte era vecinito de Emilia--. ¿Te gusta caramelo?

--Ya pue-- contestó el pequeño.

--Toma dos caramelos, Silvito, te regalo-- le dijo, poniendo las golosinas en sus manitos--. Pero me tienes que hacer un favor.

--Ya pue, qué será.

--Llévamelo a Emilia esta galletita, pero lo das sin que vean sus padres-- rogó al niño--. Hazme ese favorcito, Silvito; es que a mí no me dejan acercar-- agregó.

--Ya pue, ahora lo voy llamar, escondiendo lo voy dar. 

Silvito cumplió con el encargo y regresó un rato después trayéndole a Pablo un mensaje de Emilia: «Dile que quiero verlo». Entonces, Pablo le respondió a través del mismo mensajerito: «Mañana, cuando salga la luna, la espero por Piedra Tortuga». Silvito se ganó otro caramelo y también su galleta; en tanto, los enamorados quedaron entusiasmados por la cita que habían logrado hacer. 

Al día siguiente, calculando el avance de  la noche, Pablo se puso un poncho oscuro y subió la cuesta; al llegar al sitio de la cita, por precaución prefirió esconderse un poco más abajo, por la zona de la piedra conocida como Lengua de Imán, donde hay restos de un sepulcro preincaico. La hora fijada era las nueve de la noche, cuando apareciera  la  luna  casi redonda como un queso en el firmamento azul.  A  Emilia no le fue fácil abandonar la choza  donde pernoctaba, al costado del corral de sus ovejas y cerquita de su casa; tuvo que esperar a que no hubiera luz de mechero alguno y que todo estuviera tranquilo; por fin, dejando a su perrito dormido en la puerta de la choza, se envolvió con su lliclla y escapó  del fundo familiar. Se tomó el debido tiempo y llegó silenciosamente a la parcela de Piedra Tortuga, antes que saliera la luna llena. Casi de inmediato Pablo corrió a abrazarla  y sin mediar palabra se besaron fervorosamente; luego, bajo el cielo  espolvoreado de estrellas,  se dijeron frases cariñosas, olvidándose totalmente de la oposición que existía a ese amor tan bonito que se tenían. Sobre la paja  seca que era lo único que quedaba por allí de una antigua chucllita (chocita), se entregaron con la fogocidad de  macho y hembra,  liberando por completo el lenguaje sexual de sus cuerpos, teniendo como  testigos a la Piedra Tortuga,  a la Lengua de Imán, a la Piedra Punta, a la madre tierra y a los apus omnipresentes de Huanchay. 

Dejando un día se veían en el mismo solitario lugar, entre las nueve y las diez de la noche. Pasaban más de una hora pegaditos, construyendo su felicidad de dos con palabras, caricias, besos, sexo apasionado; al despedirse, siempre alentaban la esperanza de llegar a convivir sin la oposición de nadie; Emilia decía «con el tiempo mis padres tendrán que aceptarnos, solo a ti voy a querer», y Pablo, abrazándola, le contestaba «ojalá Emichita, ojalá nos dejen juntarnos, si no tendremos que fugarnos pue». Con luna o sin luna, con audacia y sin frío, vivían su amor en las noches del verano andino y volvían a su casa dominando el temor de ser descubiertos; los enamorados eran tan cautelosos que sus padres no se daban cuenta de esas salidas nocturnas. 

Se acostumbraron a esos encuentros furtivos, sin faltar. Pero una noche de luna en cuarto creciente Emilia no llegó a la cita; un vecino le había comentado a su padre que vio al enamorado Pablo caminando de noche, así que se puso a vigilar la choza donde dormía su hija e hizo rondas de rato en rato, prácticamente se pasó la noche entera caminando. Emilia no tuvo la menor oportunidad para salir.

Pablo esperó media hora, una hora, la luna se ocultó a la medianoche y seguía aguardando, se paraba, caminaba y volvía a sentarse; en esas circunstancias, como a la una de la madrugada, el diablo transformado en su enamorada apareció por el caminito que llega a Piedra Tortuga. Creyendo que era su Emichita, emocionado corrió con los brazos abiertos a recibirla. El ser sobrenatural tenía el rostro, las trenzas, el cuerpo curvilíneo y la vestimenta de Emilia, en apariencia era ella.

-- ¡Al fin llegaste amorcito!-- dijo efusivamente--. Estaba tan triste sin ti, esperándote. ¿Qué pasó Emichita? 

La aparición «femenina» mostró solo una fingida carita tierna. Imaginando lo difícil y riesgoso que habría sido para Emilia poder llegar a verlo esa noche, Pablo no necesitó mayor respuesta a su básica pregunta; lo importante era, pensó, que ella hizo el sacrificio y estaba finalmente allí con él. Dejándose llevar por el amor, nada sospechaba. Tratándose del demonio o «shapingo», la tragedia rondaba al enamorado. 

Cuando Pablo besó los ilusorios labios, sintió un sinsabor que lo obligó a desprenderse de inmediato y lo que vio, con los ojos adaptados a la oscuridad parcial de la noche estrellada, fue una boca fea, los dientes desproporcionados, la cara hermosa transformándose en un horrendo rostro colorado, la ropa desapareciendo, la figura de mujer volviéndose un ser monstruoso con dos pequeñas protuberancias en la cabeza, barba de chivo, ojos de fuego, piel escamosa, cola y gruñidos de animal salvaje: era el «supay», mostrándose tal cual ante su ocasional víctima. Aterrado y tembloroso se hizo para atrás, se desconectó de la realidad, perdió el habla y comenzó a botar espuma por la boca, en tanto sus pies se movían torpemente.

Fue hallado al amanecer tirado por el camino principal de Huanchay. Los pobladores de por ahí se llamaron unos a otros y espantados ante la mirada extraviada, la boca llena de espuma y el cuerpo del muchacho que todavía convulsionaba, decían: «ha visto al supay», «pobre Pablo, se encontrau al demonio por caminar de noche», «se va morir», «tan joven es, ¡ay, Diosito, no lo desampares!», «qué pue le habrá pasau, no sabimo». Sin pensarlo mucho lo llevaron cargado hasta la vivienda de sus padres, quienes se desgarraron por dentro al ver a su hijo al borde de la muerte.Ya no tenía salvación; agonizó unas horas y falleció pasado el mediodía.

El olor y la sombra de la muerte causada por el «supay» llegó a todas las casas huanchaysinas, provocando miedo y pena. El primero en espantarse fue el carpintero, que fue convocado para tomarle las medidas al cadáver; esa misma tarde trajo el ataúd a la casa en desgracia.

Enterada de lo ocurrido, Emilia lloró amargamente, echándole la culpa de esa tragedia a sus propios padres. Los aludidos, sintiéndose culpables, en silencio escuchaban una y otra vez la hiriente sentencia de la hija: «ustedes tienen la culpa que esté muerto; él y yo nos víamos de noche, escundidos, porque ustedes se oponían». Vacía de esperanzas, incompleta, con toda la vida rota, con todos los comentarios de la gente tocando su nombre, decidió no ir a ver el cuerpo sin vida de su querido Pablo, porque quería recordarlo tan hermoso como era.


III


Al cerrar la noche, persignándose, uno a uno fueron llegando al velorio los vecinos para dar el pésame a los familiares; no venían con las manos vacías, traían velas, una taleguita con papas, un «tirish» (recipiente grande de mate, usado como medida de peso equivalente a un cuarto de arroba) de maíz, de mote pelado, alverjas, habas, también hacían llegar carne, charqui, alcohol, coca, etc., su contribución espontánea para atender a la concurrencia.  Así, entre  lamentos por la temprana e inexplicable partida de Pablo, impotentes ante la indeseable visita de la  muerte, comenzaron a velarlo. El sencillo féretro estaba sobre una mesa larga en medio del cuarto principal de la casa y las velas eran colocadas adelante, sobre adobes apilados formando  una especie de escalera de tres gradas. Los asistentes se sentaron alrededor  en bancas formadas de tablas puestas encima de adobes, algunos tomaron asiento en poyos de maguey o simplemente en   adobes sueltos; la casa se llenó de huanchaysinos apenados, que coqueaban, caleaban  agitando sus poritos y bebían en copita el suave «shinguirito» (preparado  de alcohol con tisana de eucalipto, manzanilla y otras hierbas). A un lado de la «tullpa» (cocina andina), las señoras mayores se ponían de acuerdo con la dueña de casa para preparar las comidas. 

El velorio transcurría tranquilamente. De pronto, a eso de las ocho de la noche, se apagaron las velas y se sintió el traqueteo de la mesa  como si estuviera siendo movida junto con el cajón del muerto; en verdad, una fuerza sobrenatural jaló hacia afuera del cuarto el ataúd. Dos hombres que caleaban en la entrada detuvieron el cajón antes que atraviese por completo el umbral de la puerta; uno de ellos dijo que vio un bulto negro desaparecer por el angosto camino, juicio que corroboraron varios vecinos que se hallaban conversando afuera. Era el «supay»  haciendo de las suyas, dando miedo a la gente, o quizás  se sentía dueño del cuerpo muerto y por eso se filtraba hasta la misma caja tratando de llevarse su posesión al averno.

-- ¡Es el supay!-- exclamaron al unísono, mientras los perros de las diversas casas huanchaysinas ladraban unos en simultáneo y otros como respondiéndose--. ¡Quiere llevarse al difuntito!

Volvieron a encender las velas, notando que la mesa se había movido hacia un lado, la tapa de la caja entreabierta  y que un par de adobes habían caído al suelo. Un grupo de muchachos salieron a buscar a don Salomé, el rezador, quien no había llegado todavía, ya que acostumbraba ir a los velorios con su cuadernito de oraciones y un violinista a partir de las diez de la noche; se le necesitaba con urgencia, tenían que traerlo. Algunas personas espantadas optaron por retirarse. 

Cuando aún no se habían restablecido del tremendo susto, antes que llegue el responsero volvió a ocurrir lo mismo. Esta vez el ataúd llegó como flotando en diagonal hasta el principio del camino, dejando pasmados  a algunos y motivando la rápida reacción de otros que corrieron a detenerlo; tenía la tapa entreabierta. En medio del aullido prolongado de los perros, la gente de afuera comentaba que el bulto negro se alejó dando tumbos a través de una chacra. Ante  este segundo escalofriante suceso más lugareños se fueron a su casa. 

-- ¡Se está moviendo adentro!-- exclamó nervioso uno de los cuatro cargadores que regresaban el cajón  al cuarto.

-- ¡Sin miedo, supay no nos va vencer!-- expresó el que iba adelante, elevando la vista hacia el cielo azul.

-- ¡Somos machazos, carajo!-- dijo otro también, dominando el miedo que sentía.

La tapa del ataúd fue asegurada con clavos, para evitar que el diablo lo abriera; asimismo, ya nadie podría ver la cara del finado. 

-- ¡Ay, Diosito, que no vuelva el supay! Porque pue quiere llevarlu a mijo-- manifestó casi llorando la mamá del difunto.

Don Salomé se persignó delante de los restos mortales de Pablo expresando en latín: «Per signum  Sanctae Crucis, de inimicis nostris libera nos, Domine, Deus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen» (Por la señal de la Santa Cruz. De nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén). Se sintió  ruido dentro del cajón y un aire helado circuló en la habitación iluminada con velas de todos los tamaños; luego hubo otro crujido y alguno vio que el ataúd se deslizó hacia atrás sobre la mesa. El rezador calmó a los pocos vecinos que quedaban y habló con autoridad: «No hay nada más poderoso que Dios, nuestro Señor. Recemos juntos el Padre nuestro».

El coro de voces llenó  de solemnidad el lugar, mientras las llamas de las velas subían, se estiraban, se doblaban o bajaban como queriéndose apagar. Para contrarrestrar la energía negativa del espíritu maligno  que evidentemente estaba cerca, muy cerca, don Salomé roció agua bendita alrededor del féretro, diciendo en latín, el idioma que, según se cree, teme el demonio: «Pater noster, libera nos ab omni malo» (Padre nuestro líbranos de todo mal). Al ratito,  los perros de la casa salieron disparados ladrándole a lo invisible, a lo desconocido o tal vez al misterioso bulto negro.

Ya en un ambiente con menos temor al enemigo nocturno, el grupo de menos de diez personas rezó acompañando la voz de don Salomé: «Te rogamos, Señor, Dios omnipotente y eterno, que creaste el alma de tu siervo Pablo, que te dignes recibirlo en tu seno, como Padre misericordioso. Concédele, Señor, el descanso eterno...». A continuación, leyendo su cuadernito de responsos y teniendo como música de fondo los acordes tristes del violín, el responsero  entonó en latín, alargando ciertas sílabas:  

-- Absolve, quæsumus, Domine, animam famuli tui Pablo ab omni vinculo delictorum; ut, in resurrectionis  gloria, ínter Sanctos et electos tuos resuscitata respiret. Per Christum Dominum nostrum. Amen. ( Te rogamos, Señor, que absuelvas el alma de tu siervo Pablo de todo vínculo de pecado, de manera que viva en la gloria de la resurrección, entre tus santos y elegidos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén).

-- Amén-- repitieron todos en coro.

El cielo se quedó sin luna. Las velas continuaban llorando y vibrando suavemente; había tristeza y resignación recorriendo los claroscuros de la noche, pero también un sentimiento religioso que fluía envolviendo los misterios de la vida, la muerte, el perdón y la resurrección. Los veladores rezaban, descansaban y volvían a rezar con la guía de don Salomé; en los descansos conversaban y reflexionaban, acordándose de muchas historias y anécdotas, que siempre relacionaban con el lamentable destino del joven Pablo, su enamoramiento con Emilia, su futuro trunco, el sufrimiento de la familia por su temprana partida y, por supuesto,  hablaban con temor de la pretensión del diablo, tema que no era ajeno a los huanchaysinos, porque sabían de varios casos similares ocurridos en diversos pueblos de Huacrachuco.

Tras una sucesión de oraciones grupales en español y responsos cantados en engolado latín por don Salomé, sirvieron mote y caldo de cabeza. La teterita con el «shinguirito» fue dejada en una esquina  y los coqueadores se deshicieron del «bolo» (masa que se forma en la boca al mascar coca, viéndose como una bola que  abulta los cachetes); llegaba a todas las manos la comida vaporosa y olorosa, para reponerse del cansancio y quitarse el sueño.

Cuando los gallos ya cantaban cada cuarto de hora, se retiró a su casa don Salomé acompañado por el violinista. Las siete personas mayores que se quedaron tenían la firme convicción de amanecerse, pero no pasó mucho tiempo y otra vez la fuerza sobrenatural se hizo presente en el cuarto: las velas querían apagarse y el cajón comenzó a traquetear sobre la mesa, por instantes parecía que iba a saltar por encima de las velas. Todos salieron despavoridos. Viéndolos correr del susto, una madrugadora sexagenaria que regresaba al velorio los detuvo afuera con su voz sabia y valiente:  

-- ¡Traigan más agua bendita! ¡Traigan sal!

-- Nu  tenimo agua bendita-- contestó angustiosa la mamá del muertito.

La sal, aunque no era bendecida, trajo nuevamente un poco de  calma a la casa de la infortunada familia.  Animado por la anciana y no sin miedo, el padre de Pablo se persignó y entró al cuarto sitiado por el diablo llevando en las manos un trozo de sal de piedra rociada con agua de manantial; en ese momento,  el ataúd se aquietó y el emponchado huanchaysino  percibió  algo así como un cuerpo invisible pasando por su lado hacia la salida. El «supay»  se había alejado apagando algunas velas, pero se temía su regreso. Los gallos, controladores del tiempo andino, cantaban cada vez más seguido.

Amanecieron cuidando la puerta, con garrote y machete, dos valerosos hombres: el padre de Pablo y un fornido vecino. Se habían marchado los demás, inclusive la afligida madre del fallecido  tuvo que irse con sus otros dos menores hijos a dormir en otra casa. 

Por fin, con la salida del sol se disipó el temor de los guardianes y algunos vecinos preocupados se acercaron a preguntarles lo acaecido en la madrugada, quedando impresionados al escuchar los espeluznantes testimonios. Pero podían estar tranquilos, sabiendo que el amo de las tinieblas no ataca de día.


IV


Para la segunda noche del velatorio vino el sacristán de Yamos, especialmente llamado por el teniente gobernador de Huanchay ante los terribles acontecimientos ocurridos. El sacristán y don Salomé ingresaron al cuarto del poseído apenas oscureció, porque era importante adelantarse  a cualquier acción del diablo; ambos se pusieron de rodillas delante del cajón y oraron por el alma de Pablo. Parecía que la situación estaba bajo control y así lo hicieron saber a los padres del difunto; la aparente buena nueva  y la presencia de los distinguidos religiosos propició que más de una decena de hombres y mujeres del vecindario vinieran al velorio.

Después  de los primeros rezos, los acompañantes estuvieron sosegados coqueando y tomando su esperada copita de «shinguirito»; y afuera la luna con su mitad derecha iluminada avanzaba de este a  oeste. De repente, se filtró en el cuarto una  extraña  fuerza, algo como una fría  onda de aire  que apagó las velas; y otra vez, en tinieblas, los asistentes escucharon espantados el traqueteo de la mesa y el cajón, pero se mantuvieron fimes en su lugar, teniendo cerca al sacristán y al responsero; los que estaban próximos a la  salida, alarmados susurraron:«Sigue el supay tratando de llevarse al difuntito», «pareci questá dentro del caja», «quiere llevar a su cueva pa comerlo».

Impávido, el sacristán encendió primero la mecha de la vela gruesa que había traído de Yamos y a continuación las demás. La caja se deslizó suavemente hacia atrás, amainando el traqueteo, mas luego la fuerza actuó en forma de un pequeño y fugaz remolino que de nuevo apagó las velas; los acompañantes retrocedieron, algunos hasta chocar su espalda en los muros de la habitación, quedándose pasmados porque seguía el sobrecogedor ruido. Sin pérdida de tiempo entró en acción el responsero para  volver a encender las velas chicas y el cirio, mientras el sacristán salpicaba agua bendita sobre el ataúd, alrededor del mismo, por los rincones y la entrada del cuarto. 

-- In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...

Unos instantes se quedó inmóvil el féretro, pero después comenzó a deslizarse unos centímetros hacia adelante y atrás; el espíritu rebelde volvía a manifestarse. Entonces, el sacristán tomó en sus manos el santo crucifijo y levantándolo ante el cajón dijo:  

-- ¡En el nombre de Dios te ordeno que te vayas!

Se escuchó un ronco gruñido de animal y salían de la caja destellos de luz rojiamarilla. Varias personas quisieron abandonar  la habitación.

 -- No tengan miedo hermanos, tenemos que ser fuertes ante el maligno. Dios todopoderoso está con nosotros-- intervino el responsero.

Las llamas de las velas se doblaban y enderezaban. El gruñido se repitió una, dos, tres veces, y el ataúd llegó inclusive a estar suspendido en el aire. Vencidas por el temor, varias personas se apartaron y salieron silenciosamente. Frente a la resistencia del espíritu maligno, sosteniendo en alto el crucifijo protector, el sacristán expresó en tono imperativo: 

-- ¡En el nombre de San Miguel Arcángel te ordeno que te vayas!. ¡Sal de aquí Satanás!

El cajón, como soltado de manera brusca, cayó pesadamente sobre la mesa, se formó en el centro una amorfa figura de fuego que se agigantó iluminándolo todo y al instante escapó del cuarto alargando un estremecedor gruñido de animal salvaje. Los acompañantes sudaron frío, pero se dieron cuenta que el espíritu del mal había sido expulsado. Los perros de todas partes ladraban y aullaban sin parar. Sereno y solemne el sacristán pronunció enseguida la oración de protección: «San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha; sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Que Dios manifieste sobre él su poder, es nuestra humilde súplica; y tú, oh Príncipe de la milicia celestial, con el poder que Dios te ha conferido, arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén». 

Se echó sal granulada en la entrada de la habitación, en las esquinas de la casa y en el principio del camino. Así volvió la calma total al velorio; en adelante ya no se apagaron las velas, los hombres extrajeron de sus «picshas» (bolsas de cuero de chivo u oveja) más hojas de coca para armar su nuevo «bolo» y circuló normalmente la  teterita del «shinguirito»  en los descansos. Se rezó con devoción el Padre nuestro, el Ave María, el Credo y se escuchó con sumo agrado los cánticos religiosos, sonando especialmente como un himno celestial el responso «Libera me», cantado en latín y a dúo por don Salomé y el sacristán de Yamos, con el acompañamiento musical del violinista: «Libera  me, Domine, de morte æterna, in  die  illa  tremenda / Quando cœli movendi  sunt  et  terra / Dum veneris  iudicare saeculum per ignem / Tremens factus sum ego, et timeo, dum discussio venerit, atque ventura  ira / Quando cœli movendi sunt et terra...» (Líbrame, Oh Señor, de la muerte eterna aquel terrible día / Cuando los cielos y la tierra tiemblen / Cuando vengas a juzgar al mundo con fuego / Estoy hecho para temblar y temer cuando la desolación llegue, así por la próxima ira / Cuando los cielos y la tierra tiemblen...). 

Después del desayuno consistente en sopa de tacape (trigo partido con garán de chancho), mote de maíz, shinte (habas sancochadas) y papas sancochadas, la casa se llenó de gente y poco después el féretro fue llevado al cementerio de Huanchay, donde cuatro vecinos ya habían cavado una fosa temprano. 

El séquito funerario atravesó el territorio huanchaysino dirigiéndose hacia el ushno preinca, delante del cual quedaba el camposanto. Vestida de luto, la madre de  Pablo avanzaba llorando del brazo de su esposo; en los rostros de los humildes habitantes de la puna estaba dibujada la tristeza. Durante el trayecto don Salomé rezó el «Pater Noster...», entonó dos veces el «Libera me Domine...» hasta culminar con la oración por los difuntos al costado del nicho: «Ne recorderis peccata mea, Domine / Dum veneris iudicare sæculum per ignem / Dirige, Domine, Deus meus, in conspectu tuo viam meam / Dum veneris iudicare sæculum per ignem / Requiem æternam dona ei, Domine, et lux perpetua luceat ei...»  (No te acuerdes, Señor, de mis pecados / Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego / Señor, Dios mío, dirige mis pasos en tu presencia / Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego / Concédele, Señor, el descanso eterno, Y brille para él la luz eterna...).

Causó sorpresa  ver en el panteón a Emilia, la desconsolada enamorada, que  había acudido en compañía de su madre para darle el último adiós a su amado Pablo. Mientras don Salomé pronunciaba la oración de despedida al difuntito, ella se acercó discretamente y puso su fría mano en el ataúd por casi un minuto, tiempo en el que permaneció con los ojos cerrados en señal de sufrimiento profundo; luego lloró apoyada en el pecho de su progenitora y se sintió morir cuando escuchó las palabras finales del rezador: «In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Requiescat in pace. Amen» (En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Descanse en paz. Amén). 

Una cruz de madera señalaba el final de una vida. Los restos de Pablo fueron enterrados y su alma había ascendido al reino celestial, sin embargo quedaba en la Tierra el fruto de su amor.   Al octavo mes nació un niño hermoso que a partir de los dos años de edad tuvo que ser criado por sus abuelos paternos en Shunté (Tocache, San Martín), porque Emilia nunca pudo recuperarse de la muerte de su amado Pablo: se fue secando y muriendo de tristeza, a los dos años y medio del entierro emprendió el viaje al cielo. El malvado «supay» había sido vencido por la fuerza de la religión católica, pero ya había ocasionado un enorme daño. 





f i n





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(*)   Basado en un hecho real ocurrido en un pueblo andino a mediados del siglo XX.

© All rights reserved, FGM, 2019.

lunes, 1 de julio de 2019

VIAJERO DEL TIEMPO

Pongo el peso de mi cuerpo en todos los suelos.
Dormido y despierto, soy un intrépido trotamundos.
Mi temperamento es de todos los climas,
mi paso de viajero es de todos los tiempos,
cada día mi destino, mi futuro
se despereza saludablemente conmigo.

Disfruto de romper los silencios en el campo
y en los pueblos, con la gente
que me regala su luz de ser humano:
una risa, una mirada, unos minutos de su idiolecto.
Gozo de escuchar historias que llegan directo
a la última piel: la piel del corazón.
Hasta en la soledad hallo el regocijo,
cuando se enlazan en aventuras cortas
los miles de paisajes y rostros que tengo capturados
en las lagunas de mis ojos, en el refugio de mi mente.

 Voy bien acompañado, con mis sentidos ondeando
más allá de las pampas, valles, desiertos o montañas,
por donde va mi camino al encuentro de otros caminos.
Soy el jinete de lengua cauta,
que cocina en fogatas diferentes su plan de vida.
Pero eso sí, cabalgo despacio, porque voy lejos.


 © All rights reserved, 2019.



ODA AL HISTORIADOR AUSENTE 

Aquel que vino ya crecido
y maduró más con nosotros

se ha ido sin recoger todo lo traído. 

El que parado a la diestra del fanal
miraba sobrenatural y quieto,
dentro de sí y hacia el fondo del mundo
se ha ido
sin cerrar la puerta que abrió. 

Aquel que paseó su lupa por las centurias;
quien se paró en medio de la Historia
y proclamó la paz
desde el pico índice del Himalaya,
ha rendido su cuerpo en un combate
solemne, con testigos y sin muertos. 

Con su nuevo traje de caminante 
otro citado urbícola se ha ido 
desde un librote hacia la misma luz. 

La mortaja ha caído 
sobre las cosas que amó. 
Su obra desplegarà sus miles de alas blancas 
para resucitar cada dìa todas las esperanzas.

Su verbo intenso 
no quedará varado en las bibliotecas. 
En las manos del ser humano puso 
semillas de su fèrtil campo.




© All rights reserved.


 

sábado, 29 de junio de 2019


PUEBLO VIEJO, PRIMER ASENTAMIENTO DE LOS WACRACHUCOS


Situado cerca de la laguna Chinchaycocha, Pueblo Viejo (Huacrachuco, Marañón, Huánuco) fue el primer asentamiento de los Wacrachucos, mucho antes que esta nación alcanzara el apogeo cultural, político, religioso y militar que se evidencia en la ciudadela de Tinyash (Pinra, Huacaybamba).

Posiblemente, la zona de Pueblo Viejo haya estado poblada desde tiempos remotos y las primeras construcciones se hayan levantado durante el Horizonte Medio (entre los años 600 d.C. a 1000 d.C.), para evolucionar a la edificación de una ciudad fortaleza en el periodo de los Reinos y Señoríos, llamado también Intermedio Tardío (1000 d.C. a 1450 d.C.), al cual corresponde Tinyash.

En «Historia de la civilización peruana» (1879), Sebastián Lorente escribe: «Las [tribus] de mayor importancia fueron entre el Marañón y el Guallaga los Huanucuyas, Huancalles, Huacrachucos y Chachapuyas; entre el Marañón y las cabeceras de la costa los Huaylas, Conchucos, Huamachucos, Cajamarquinos y Chotanos» (p. 46).

La ciudadela preinca de Pueblo Viejo, hoy reducida a unos cuantos restos arquitectónicos, antiguamente fue muy importante. Se ubicó en una zona fronteriza que contaba con amplias pampas fértiles, razón por la cual los Wacrachucos redoblaban esfuerzos para defender esa despensa de alimentos y mantener el control territorial, teniendo que repeler constantemente las incursiones de las tribus selváticas.

Fue también el último bastión de los Wacrachucos, tras el avance arrollador de los incas sobre Tinyash. Por transmisión oral ha llegado a nuestra época la mítica historia de los valerosos hombres de Pueblo Viejo que impidieron durante seis meses el ingreso de las tropas imperiales por el paso de Ucurragra.

Cuenta Inca Garcilaso de la Vega, en «Comentarios Reales de los Incas» (1609), que el inca Túpac Yupanqui envió emisarios para requerir la paz y amistad de los Wacrachucos, pero los jóvenes que eran mayoría se negaron a rendirse, prefiriendo luchar en defensa de su suelo y su cultura: «aunque hubo muchos de parecer que recibiesen al Inca por señor, no se concertaron, porque la gente moza, como menos experimentada y más en número, lo contradijeron, y salieron con su porfía y siguieron la guerra con mucho furor, pareciéndoles que estaban obligados a vencer o morir todos, pues habían contradicho a los viejos».

Como era su costumbre, los guerreros incas habrían desarrollado un ataque en forma de tenaza, ocasionando gran daño especialmente por el sur y el norte (Chocobamba, Gochaj, Huaripampa), hasta conseguir la rendición.

Del relato de Garcilaso de la Vega se desprende que los incas se enseñorearon en las tierras de los Wacrachucos y su gran ejército pasó una temporada en la zona de frontera antes de lanzarse a la conquista de los Chachapoyas: «El Inca no quiso pasar adelante en su conquista, por parecerle que se había hecho harto en aquel verano en haber conquistado una provincia como aquélla, tan áspera de sitio y tan belicosa de gente; y también porque aquella tierra es muy lluviosa; mandó alojar su ejército en la comarca de aquella frontera. Mandó asimismo que para el verano siguiente se aprestasen otros veinte mil hombres más; porque no pensaba dilatar tanto sus conquistas como la pasada».

«A los nuevamente reducidos mandó instruir en su religión y en sus leyes y costumbres morales, para que las supiesen guardar y cumplir. Mandó que se les diese traza y orden para sacar acequias de agua y hacer andenes, allanando cerros y laderas que podían sembrarse y eran de tierra fértil, y por falta de aquella industria la tenían perdida, sin aprovecharse de ella. Todo lo cual reconocieron aquellos indios que era en mucho beneficio de ellos» («Comentarios Reales de los Incas», 1609, Primera Parte, Libro Octavo, Capítulo I).

Según versiones orales, Pueblo Viejo fue invadido por hordas selváticas en una época que no se ha podido determinar. Se dice que los chunchos afilaron sus lanzas y flechas en un lugar cercano a la laguna Chinchaycocha, precisamente en la cueva de Afilanga, donde se observa numerosos cortes o marcas en las rocas; aunque bien pudieron ser también los soldados incas o los españoles los que afilaran sus armas allí. Sobre el particular, el profesor Andrés Gilberto Vidal Gabancho sostiene que, en la época de la conquista, los españoles que se posesionaron en Pueblo Viejo iban a la cueva de Afilanga: «Esta es la versión más aceptada porque las señales o muescas que hay en la roca, en su mayoría son cortes finos, huellas que fueron hechas al afilarse espadas, cuchillos y lanzas de metal» (Revista Marañón N.° 4,  2014 ). Por su parte, el investigador Merarí Salazar Campos indica que hay «siete Afilangas» en la región de Marañón: en Chinchaycocha, Yamos, parte baja de Chinchil, Haychao, bajada de Piso y dos en Condorgaga. «Son varios sitios hasta donde habrían incursionado los chontaquiros, teniendo como objetivo destruir las cruces y capillas de culto religioso católico; esto, en reacción al sistema opresivo impuesto por los españoles, que se adueñaron de las tierras, arrasaron con la cultura y la religión local, sometiendo a los aborígenes prácticamente a la condición de esclavos», precisa el estudioso.

La historia registra que, en 1542, el gobernador Cristóbal Vaca de Castro adjudicó el Repartimiento de Guacarachuco con 500 indios al encomendero Gonzalo de Guzmán, quien se estableció en aquella puna y mandó construir sobre las bases preincaicas un templo religioso y recintos de estilo español. Pero la estancia de los invasores blancos no duró, debido al clima muy frío y a la hostilidad de los rebeldes aborígenes que los atacaban por sorpresa.

En el libro «Huacrachuco, su historia y sus costumbres» (2012), el profesor Melanio Rojas Villaorduña sostiene que los Wacrachucos encabezados por los hombres de Tauripún (San Pedro) lograron expulsar a los «barbudos españoles» de Pueblo Viejo. Se retiraron a Yamos, que fue el primer pueblo colonial, y después, en 1548, fundarían la ciudad de Santo Domingo de Huacrachuco.

Es posible que la destrucción total de Pueblo Viejo haya ocurrido en tiempos del levantamiento de Ojanasca, cacique de los Tabalosos (Lamas, Moyobamba, San Martín), quien se rebeló entre 1653 y 1655 contra el abusivo poder español. Este jefe indio tenía influencia también sobre las tribus Chachapoyas— como los hibitos y cholones— situadas a orillas del río Huallaga.

«Ojanasca logró organizar un levantamiento de la mayoría de las tribus indias del flanco este de la montaña en contra de los españoles: los misioneros fueron muertos y quemadas las recién levantadas iglesias» («Incas y españoles en la conquista de los Chachapoya», Inge R. Schejellerup, 2005, p. 102).

Sobre Pueblo Viejo se tejen muchas historias. Entre ellas, la más verídica y de mayor vigor descriptivo es la de Donato Amador Híjar Soto:

«A unos 15 Kms. de la ciudad de Huacrachuco, en la provincia de Marañón, Huánuco, como quien mira a la selva en plena cordillera oriental, se levantan los restos de una antigua ciudad preincaica y que los naturales lo conocen con el nombre de Pueblo Viejo, el antiguo Wacrachuco cuyos personajes usaron sombreros con astas de venado y tarugas, y que fueron feroces guerreros. Como esta marka servía de enlace entre la sierra y parte de la selva de Uchiza, fue como especie de un gran depósito, una despensa, donde acumulaban además de víveres grandes cantidades de tesoro y con ese objeto construyeron una fortaleza en esa alta montaña.

«Para ingresar a dicha fortaleza primero hay que hacerlo por el centro de una laguna, luego llegar a un camino, continuar por ella, pasar un río subterráneo y llegar a la ciudad fortificada. Es misterioso y hace pensar como los jefes preincaicos habrían podido acumular su tesoro en esa fortaleza difícil por cierto de llegar a ella. Muchas personas han tenido suerte de ver el subterráneo y su ingente riqueza y luego volverse loco y morir derramando sangre por la nariz. Y así seguirá siendo leyenda, las riquezas del subterráneo de Huacrachuco» («Raíces del folklore peruano», editorial Inkari, 1990, p. 92).


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* Informantes de Donato Amador Híjar: Casildo Hidalgo, 80 años, Llata, Huamalíes, Huánuco. Galindo Ocoña, 90 años, Huacrachuco, Marañón, Huánuco. Ladislao Espinoza, 90 años, Huacrachuco, Marañón, Huánuco.
* Fotografía de Pueblo Viejo: Julio César Aparicio Malqui ,1999.